El día que reemplacé a Atlas.

Era martes, lo recuerdo bien. Andaba caminando, cabizbajo, por las calles de mi barrio, por los pasadizos de mi casa, por el techo de mi cuarto, con el mundo de cabeza y una duda galopando en mi mente: ¿qué hacer con todo esto? Mis ojos rondaban todo lugar, en busca de una respuesta, pero nada encontraba, así que miré dentro de mí. Pero mi vista era tan mala, tan atacada por el día a día, que creí que la solución en mí se encontraba. Así que, cabizbajo, con mi casaca que abrigaba el frío que me consumía, seguí caminando. Y caminando…

Era de noche, ¿cómo olvidarlo? Cuando sin rumbo caminaba, mi saliva se secaba, la garganta me raspaba hasta el alma. Los recuerdos, las heridas, las ideas y alegrías, las tristezas, las sonrisas y la dulce compañía del viento corriendo a mi lado, como el mundo entero, lograron que perdiera el rumbo. Y mis sueños, mis temores, mis anhelos y dolores golpeteaban las paredes de mi cráneo. No podía concentrarme y no sabía ubicarme en esa noche tan oscura. Y ya no había calles, ya no habían postes de luz, no había gente, no habían playas, ni mar, ni viento, ni aire, ni nada. Solo estrellas más cercanas y una luna que avanzaba dando vueltas, ¿dando vueltas a qué?

Entonces la vi, tan gigante, tan oscura y tan brillante, a la Tierra que me había visto nacer. Tan grande fue mi zigzagueante caminar en mi ensimismado meditar que me perdí. Y ahora estaba ahí, queriendo hacer algo, hasta que una voz que hablaba debajo de la mesa me llamó por mi nombre.

–¿Quién eres? –pregunté.
–Pues si te acercas, te diré.

Era un tipo, con la frente sudada, con el cabello negro aplastado por aquello que cargaba: esa Tierra, tan pesada, sobre su lomo se encontraba. Entonces una idea –¡oh, vaya idea!– se pasó por mi cabeza. Si ese tipo podía, ¿por qué yo no?

–¿No quieres ayuda? –habló mi orgullo.
–¿Con esto? Nah, no te preocupes –volvió a hablar, pero a través de él.
–Insisto, creo que puedo con esto.
–¿Tan seguro estás?
–Seguro. Anda, tómate algo; yo me encargo.
–Está bien, está bien.

Entonces el tipo, con dificultad, empezó a dejar un espacio debajo para mí, y yo comencé a ponerme en su lugar. Estaba un poco pesada, pero podía soportarlo.

–A todo esto –le dije–, ¿cómo te llamas?
–Bueno –respondió el tipo, mientras se estiraba–, me dicen Atlas. Pero no me llamaba así. Sin embargo, ahora ya no sé cuál era mi nombre. Y bueno, antes de irme quiero decirte algo: Nadie puede con este trabajo, así que gracias. Adiós.

Y se fue.

Pero bueno, yo era fuerte, ¿no?

Y el día pasaba, seguía pasando, y seguía y seguía. Parecían veinte años. O más.

La gente de la Tierra se quejaba, todo era reclamar por todos lados. Incluso yo reclamaba, pero en silencio. No me atrevía a decirlo en voz alta pues sabía que me quejaba de ellos de lo mismo que tenía yo. Y entonces me dije que podía ayudar. ¿Un gatito se quedaba en un árbol? Sacudía un poco el planeta para que se caiga. ¿Un surfista quería olas? Movía un poco la Tierra y soplaba en los rincones para que tenga lo que quiere. ¿La gente de un lado tenía calor? Le daba vuelta a la esfera para que les dé un poco de sombra. Pero me iba cansando, y ellos no. Y mis brazos se cansaban de estar constantemente levantados. Y dolían, vaya que dolían. Y no pasó mucho tiempo hasta que miles de pensamientos retumbaran en los confines de mi cabeza. Pero no podía hacer nada, tenía todo encima. Y de vez en cuando la luna se chocaba con mi tobillo, pero no podía sobarme. Y después una estrella me raspaba el brazo, o la mejilla. O el sol me daba en la cara, o en la espalda, o donde sea. Y la frente me sudaba, y no podía hacer nada. Nada más que comenzar a desesperarme. Y escuchaba a los bebitos llorar y parecía uno más de ellos. Me daba cuenta que no podía sobrevivir solo.
Pero no decía nada.

Y olvidé mi nombre, y me llamé Atlas, y el día pasaba y nunca cambiaba para mí. Todo se repetía. Y las lágrimas caían y miraba a todos lados, pero solo estaba el espacio. Y volví a estar cabizbajo. Y me ponía de rodillas, pero la gente se quejaba, y volvía a acomodarme mientras me desesperaba.

Y escuché unas pisadas. Pero no pude verlo bien.

–Hola, ¿cuál es tu nombre? –preguntó.
–…me dicen Atlas –respondí.
–¿Necesitas ayuda? –su voz era amable.
–No, gracias –mentí.
–Bueno…
–Espera, no te vayas –dije, y no podía creerlo.
–No me he ido. De hecho, iba a decir que eres un pésimo mentiroso.
–¿De qué hablas?
–Es que… no puedes cargar con el peso del mundo… yo sí.
–¿Y qué te diferencia a ti de mí?
–¿Por qué no levantas la cabeza para mirarme?

Entonces lo vi. Al que había creado esta Tierra y había muerto por ella y había resucitado y en quien había creído. Me saludó por mi nombre, por el que él me había dado. Y me pregunté cómo es que lo olvidé. Tal vez fue mientras caminaba por la noche, lejos de su cálida y luminosa mansión. ¿Por qué salí, para empezar? Mi cabeza se volvía a llenar de cosas, de lamentos, de culpa.

–Déjame que tome tu lugar –me dijo.
–No, no lo hagas. No lo merezco –respondí.
–Aun así lo quiero hacer.
–No… –y una lágrima cayó. ¿Por qué lloraba?
–Vamos, insisto.
–No… ¿por qué harías eso por mí?
–Bueno, existe algo llamado amor.
–No, es imposible. Nadie puede.
–Pues yo lo hago. ¿Tanto tiempo y aún no lo crees? Vamos, no tienes por qué cargar con todo el peso; ¡déjamelo a mí!

Y así, mientras debatía en mi cabeza entre lo que mi orgullo me decía y lo que él me había dicho durante todos estos años, me abrazó. Y empezó a tomar mi lugar. Y yo me rendí. Y caí al piso. Pero él, tomando la Tierra con un brazo, me levantó con su otra mano. Me demostró que, incluso teniendo cuidado por todos en el mundo, todavía se fijaba en mí. Se preocupada por mí. Me amaba. Entonces le dije que quería retribuirle de alguna manera.

–Vuelve a la Tierra –me dijo–. Vuelve a la mansión en donde te he hospedado y en tu habitación encontrarás algo para ti.

Entonces, levantando mis brazos, me hice pequeño y él siguió creciendo. Aún con lágrimas, volví a las calles, a los pasadizos de mi casa –su casa–, al techo de mi cuarto… y me dejé caer en mi cama. Y el mundo ya no estaba de cabeza. Entonces, en la pared, encontré una guitarra. Y me puse a cantar. A darle gracias. Era algo inexplicable: hace unos instantes estaba sumergido en el dolor y ahora estaba sonriendo. Dejé mi guitarra a un lado y me acerqué a mi escritorio. Encima había una caja y, dentro de ella, una máquina de escribir.

Así que comencé a teclear.



Fuente: Flickr

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