Superhéroe
Flashback
Capítulo 4
Superhéroe
Cuando
tienes siete años y estás de vacaciones, solo hay una cosa que debería
importarte:
—Vamos,
Mario, tú puedes, Mario. Una pelea más. Una pelea más contra ese dragón y
rescatamos a la princesa. Solo un nivel más y termi…
—¡Lucho,
hijito!
—No
le hagas caso y se irá, no le hagas caso y se irá…
Una
vida. Un último nivel más. Era mi última oportunidad.
—¡Luis!
—¡¿Sííí?!
—el pequeño plomero estaba saltando de aquí para allá, esquivando plantas
piraña y bolas de fuego y yo volteé por un segundo hacia la puerta para que mi
mamá pudiera escuchar mejor.
Pero
ya era muy tarde. Esa musiquita acababa de sonar. Ese sonido que indicaba que
alguien había asesinado a sangre fría al pobre Mario.
—¡Nooooo!
—fue lo único que pude decir, mientras volteaba a ver la pantalla de Game Over. ¿Tienes idea de cuánto me
había costado llegar hasta ahí? Tenía siete años. Siete.
Unos
pasos se acercaron hacia mí y la puerta de mi cuarto se terminó de abrir.
—Luis,
hijo, necesito que me hagas un favor —dijo mi mamá, que sujetaba la puerta,
pero yo estaba demasiado concentrado en mi juego que no pude notar esa nota
extraña en su voz sino hasta muchos años después—. Ve a comprar unas cosas para
la cena antes de que cierre el mercado.
Resignado
y aún lamentándome por todas las horas de juego desperdiciadas, salí de mi
casa, rumbo al mercado más cercano… que estaba como a tres cuadras, antes de llegar a
mi colegio. Por otro lado, después de clases aprovechaba en darme una vuelta
por ahí para comprar uno que otro cómic donde un periodiquero medio sospechoso
que los vendía. Y, aunque era febrero, esa no iba a ser la excepción.
Mi viejita había hecho una sospechosamente larga lista
de compras aquel día, pero, como yo no tenía cabeza para otra cosa que no fuera
el siguiente capítulo de Spider-Man (claro que, por ese entonces, yo le decía «Hombre
Araña»), no me preguntaba si es que mi madre tenía pensado alimentar a todo un
ejército o si estaba a punto de montar un restaurante en nuestra casa. Por
cosas de la vida, no me encontré con ninguna señito desesperada con conseguir
las mejores papas o chismoseando con su casera de las verduras, así que comprar
todas las cosas de la lista me demoró menos de lo que imaginé. Lo cual, claro,
era lo máximo, porque entonces iba a tener más tiempo de ver historietas y
escoger la que más me gustara.
Pero no. El periodiquero no había abierto ese día.
—El Emilio no ha venido hoy día, hijito —me
dijo la señora que vendía tamales afuera del mercado—. No
sé si venga mañana, tampoco.
—¿Por qué? ¿Qué pasó?
Los niños y sus preguntas, que, aunque a veces
llevadas por algo tan simple como ganas de leer un cómic de superhéroes, no
dejan de ser medio incómodas a veces.
—Él… está un poco mal, hijito —me dijo la señora—. Su familia está haciendo una pollada. Dile a tu mamita.
—Ya… —respondí, y me fui sin ganas del mercado.
Nunca supe qué pasó con Spider-Man.
Un tanto derrotado y con las manos doliéndome por
todas las bolsas que estaba cargando, llegué a mi cuadra pensando en mi
superhéroe favorito. La última vez que leí una de sus historias, él se había
puesto a recordar las palabras de su tío Ben y el fatídico accidente que sufrió
y por el cual se sentía culpable. Imaginándome qué pasaría en la siguiente
entrega, me acerqué hacia la puerta de mi casa y llevé mi mano al timbre, pero
algo me detuvo:
—¡… harta de que me vengas una y otra vez con lo mismo, Manuel!
—¡Harto debería estar yo, porque paras todo el día fuera de la casa
cuando yo me mato trabajando!
—¡Trabajando! ¡Ja! ¡No has dado ni un mísero sol para la comida de tu
hijo en los últimos dos meses! No seas cínico.
—¡Ah, ahora yo soy el cínico! ¿Y dónde estabas el sábado, cuando yo tenía
que salir a la reunión en Surquillo, ah? ¿Dón…?
—¡¿Qué rayos te pasa?! ¡Ya te dije que estaba cuidando a los hijos de
Maricarmen!
—¡Sí, sí, Maricarmen, Maricarmen! ¡Ahora es Maricarmen!
—¡Se viene la lista de útiles, Manuel! Y lo único que has hecho por Luis
es comprarle ese… ¡ese juego hace como seis meses!
—Y ahora él no deja de estar enviciado ahí todo el día y no para de
fregarme la vida y no me deja hacer mi trabajo. Pero claro, ahora yo soy el
culpable.
—¡Ya me tienes harta con tus tonterías!
—¿Ah, sí? ¡Pues lárgate de una vezy llévate a tu hijo!
Escuché un pequeño objeto de metal caer al suelo y
tintinear, luego pasos por aquí y por allá y, finalmente, algunos vidrios
rompiéndose.
—¡¿Estás enfermo?¡ ¡Deja mis cosas!
Mi papá gritó de dolor.
—¡Suéltam…! —gritó mi mamá, pero no terminó la palabra.
El brusco sonido de una mano a toda velocidad chocando
contra piel hizo que todo se quedara en silencio por unos segundos.
A lo lejos, podía llegar a escuchar el llanto desconsolado
de mi madre. Yo, por mi parte, seguía parado frente a la puerta de mi casa. ¿Qué
se supone que debía hacer? Muerto de miedo por lo que acababa de escuchar,
solté las bolsas del mercado y todo lo que compré se desperdigó por la pista. No
sé cuánto rato me quedé sentado en la vereda. Frente a mí pasó la tía de la
bodega, pero, por algún motivo, no me saludó con su típica alegría. Es más, ni
me saludó.
Al día siguiente, cuando mi viejo se fue a otra
reunión en Surquillo, mi mamá alistó sus maletas y me dijo que teníamos que
irnos a otro lado, que la acompañara. Pero cuando, tiempo después, se armó de
valor para ponerle una denuncia a mi papá, ya era muy tarde. Desde entonces
solo somos ella y yo.
Cuando
tienes siete años y estás de vacaciones, solo hay una cosa que debería
importarte, y definitivamente no es pensar que tus viejos se
separaron por tu culpa. Lamentablemente, muchas veces no es así.
Pero tenía que sobreponerme.
***
El
Dosporuno solo tenía un baño, y yo estaba recostado contra la puerta.
—No
sabes dónde estoy y qué acaba de pasar.
Casi
podía ver a Gabriel abriendo los ojos asustado al otro lado del teléfono.
—Qué
hiciste —no parecía una pregunta.
—¿Qué?
¿Cómo que…? ¿Sabes? No siempre tengo que haber hech…
—Luis
—me cortó—. Qué. Hiciste.
El
problema con los mejores amigos: no les puedes ocultar nada.
—Estoy
en el Dosporuno —respondí, después de varios segundos de silencio. Gabo respiró
cansado.
—Este
pata, oe.
—Y…
nadie más vino. Solo Mariana.
—¡¿Qué?! Per… ah… A ver. Luis.
—Qué.
—Huye de ahí.
—Chamare, sabía que me ibas a decir eso.
—¿’Tonces pa’ qué me llamas, pe?
—Es que…
—Es que qué, compare.
—Es que esta flaca…
—¡Nada, Luis! ¿No te das cuenta? Siempre andas detrás de flacas como
Mariana, ¡y siempre es la misma historia! No eres el salvador de nadie,
compare. No… no eres un superhéroe que tiene que rescatar a todos los que están
un poco más fregados que tú o yo.
—Per…
—En serio, Lucho. Deja de hacerte esta vaina. Pero… propóntelo de veras,
cholo. Ya va a acabar el año. No te hace bien.
Me quedé callado un rato. Más que porque no encontraba
qué decir, era porque sabía que Gabriel tenía razón.
—¿Me escuchas?
—Entonces, ¿qué se supone que tengo que hacer? —respondí
después de unos segundos.
—Mmm… Okay, escúchame.
***
Volví a la mesa con los brazos recogidos y rascándome
el índice derecho con el pulgar izquierdo. Revisé mi celular: Dieciséis de
diciembre, nueve y veintidós. Me había demorado como diez minutos en el baño.
—Lo siento —le dije a Mariana mientras me sentaba y ponía mi celular en la mesa—. Ando un poco mal del estómago.
—Nada, fresh —respondió ella con la ligereza de siempre—. Es
más, vamos a otro lado a comer algo más light,
si qui…
—¡No! Digo… no, no, no te preocupes. Además esos lugares deben ser medios
caros y ando medio misio.
¿Después de quincena? Claro, campeón.
—Ah… tranqui, eh —dijo Mariana—. Si quieres te presto y luego me das.
«Luego». Ja, ja. «Luego».
—No, en serio no te preoc…
Pero justo mi celular (que siempre lo tengo en
vibrador) comenzó a sonar.
—Uy, es Gabo. Mmm… seguro no debe ser nada.
—¿Gabriel Meza? —Mariana se rio un poquito— Contéstale, oye. Quizá
pasó algo.
Y yo, claro, «discretamente» lo puse en altavoz.
—Aló, Gabo —dije, y soné como el hombre más fingido del mundo.
—¿Luis? Oe, compare, no sabes lo que acaba de pasar —y Gabriel sonaba como salido de una telenovela—.
Necesito que vengas a mi jato al toque.
—¿Qué fue? —le pregunté, y miré a Mariana con supuesta sorpresa.
—Un tema con lo que te conté la vez pasada, es urgente.
—¿Lo de la roncha?
No me aguanté. Gabo se quedó callado un rato.
—Sí… lo de la roncha —respondió entre dientes.
—Ah, caray —le dije, intentando no reírme—. Pero pucha, cholo,
ahorita estoy…
Que funcione, por favor, que funcione…
—Oye, pero si es urgente… —dijo Mariana muy bajo— mejor anda, eh. No te preocupes.
No podía creer que hubiera funcionado.
—¿Segura? —susurré.
—¡Sí, claro! —me respondió del mismo modo.
—Bueno… Eh… ¡Ya, Gabo! —me volví a dirigir a mi pata— Estoy en camino.
—Esa es. Chévere, cholo, nos vemos.
Medio segundo después me estaba despidiendo de Mariana
y salí de la cafetería lo más rápido que pude. Mientras me alejaba, me llevé el
celular a la oreja.
—Gracias, cholo —le dije aliviado.
—Nada que «gracias», compare. Son cinco lucas por seguirte el juego de la roncha.
—Lo siento, no lo pude resistir —le dije entre risas.
—Ya, ya, Apura, que ya estoy prendiendo el Play.
Y así fue como dejé de hablar con Mariana. Claro que,
a veces, para algunos como yo, hacer eso es como hacer dieta.
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