El ciclo del chifa
Tengo
una relación un tanto extraña con los chifas: mi abuela los ama, mi viejo los
ama, hasta mis amigos se van todos los fines de semana a comer al mismo lugar
de toda la vida. Y por más que siempre diga que ya estoy harto, qué rico me voy
a pedir una vez más su kamlu wantan con sopa. En fin, el punto es que esta
vasta experiencia chifística me ha permitido notar (no descubrir, porque fácil
hasta tú ya te has dado cuenta) que hay una ley casi inquebrantable, un bucle
infinito del que ninguno de estos restaurantes puede escapar: todo chifa
atraviesa el mismo ciclo de vida.
Todo comienza de la misma manera: te
enteras de que, de un día para otro, un nuevo chifa ha abierto cerca de tu casa
y toda tu familia decide ir a ver qué tal es, pero a cuchumil vecinos más se le
ocurrió la misma idea, así que te encuentras con un montón de gente en la
puerta. Después de una larga espera, finalmente consigues entrar al restaurante:
todo bien limpiecito, con el sonido de las sartenes preparando chaufa, uno que
otro mozo llevando platos a las mesas llenas y una tele pasando el programa de
farándula del momento o un partido de fútbol. Cuando finalmente logran
sentarse, ves que la carta te ofrece una gran variedad de platos… pero siempre
terminas pidiendo los clásicos. La cosa demora un poquito, aunque, claro,
puedes esperar: «si se demora, al menos espero que esté rico», te dices, y,
cuando finalmente llega tu plato emanando vapor por doquier, se te hace agua la
boca. Luego de una casi religiosa contemplación (y quizá una que otra foto a la
comida o un selfie mientras la mesa
sigue llena), finalmente le das el primer bocado: el chijaukay más rico que has
probado.
Pasan las semanas y tu familia empieza
a ir a cada rato: van por el Día de la Madre, van por el Día del Padre, por el
Día del Niño, por tu cumpleaños, por el de la abuela, por el del perrito,
porque el primo lejano que se fue a España regresó después de ocho años… toda
excusa es válida. Es más, hasta le pasas la voz a tus patas, ellos les avisan a
sus familias; un poco más y le dejan una reseña en TripAdvisor; piensas que
finalmente encontraste el chifa perfecto, después de tantos años. Pero, de
pronto, algo sucede en algún momento que nadie sabe cuándo ocurre: como de
costumbre, vas un día a pedir tu plato favorito y… ya no es lo mismo. Faltan
meseros, la tele pone un programa aburrido, y la gente empieza a hablar: «fácil
cambiaron al cocinero»; «no, que seguro están comprando ingredientes más
baratos»; «han cambiado la receta»; la diferencia se hace notar y, para colmo,
luego suben los precios. Pierdes la esperanza otra vez. Intentas ir un par de
veces más, pero el lugar no deja de decepcionarte. Tu sueño del chifa ideal se
vuelve a colapsar mientras caminas hacia tu casa y, cuando llegas, tu familia
te comenta que un nuevo chifa ha abierto a unas cuadras.
Y el ciclo se repite.
Tantos años viendo el mismo patrón una
y otra vez me ha llevado a pensar que quizá pueda haber alguna esperanza para
estos lugares. Aunque, si lo pienso más, ya no sé, porque, una vez que cambias
tu sabor, una vez que adulteras la receta… ¿cuál es tu propósito, si ya no es
llevar buen alimento a las multitudes?
Hace un par de días fui a visitar uno
de esos chifas que en antaño fue de los mejores que había probado en mi vida.
Lo pálido de su fachada y lo insípido de su plato no hacían más que reflejar
que había algo que hace mucho, mucho tiempo se perdió, a tal punto de que no
pude ni terminar lo que pedí, así que lo llevé en una bolsita (porque ya ni
táper tenían) a casa. No sé en dónde habrá terminado, pero supongo que lo dejé
en algún lugar de la cocina, mi mamá lo encontró, le dio un bocado, lo volvió a
amarrar y lo tiró a la basura… porque a eso están condenados todos los platos
que han perdido su sal.
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