El viejo sofá


Hoy nos volvimos a sentar en el viejo sofá de la casa, ese que tantos juegos, tantas películas y tantas cachorreadas en FIFA aguantó. Ese del que me recogías cuando me quedaba dormido y me llevabas a mi cama, y el mismo al que me mandabas a dormir cuando venía la visita y le ofrecías mi cuarto y el de mi hermana para hospedarse. Y, en el piso, al lado de ese sofá, también dormías tú.
Hoy tú eres el que se duerme ahí, sentado, con la boca abierta, y yo te miro. Y al ver tus canas y tus arrugas, recuerdo todo lo que pasamos hace tantos años: cuando me enseñaste a manejar bicicleta, cuando me llevaste a mi primer partido de fútbol, cuando nos afeitamos juntos... y cuando me dabas ya sabes dónde cuándo yo hacía ya sabes qué. Y luego me decías que me amabas y me abrazabas sin yo entender por qué. Pero, sobre todo, recuerdo cuando abrías la Biblia en casa y nos guiabas al Señor; cuando me llevabas a la iglesia en el Volkswagen... y cuando te pedí que ya no me llevaras porque ya estaba grande.
No te veía, pero orabas por mí a diario. Orabas cuando me enfermaba, cuando te decía que llegaría tarde, cuando me amanecía estudiando, cuando sentía que ya no podía más. Y oraste cuando ya no quería saber nada de Dios y me alejé. Y volví.
Me enseñaste que un hombre también sabe llorar y consolar. Me abrazaste cuando perdía un partido, cuando me rompieron el corazón... y cuando mamá partió con el Señor y nos tocó abrazarnos a los dos.
Hoy, después de tanto, en mi despedida, volviste a dar uno de esos discursos que solo tú sabes dar. Abriste la vieja Biblia, la de antaño y, con todos en silencio, hablaste con tu ronca voz:
—“He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta” (Salmos 127:3-5).
Y con todos aún escuchándote, con lágrimas en los ojos y la voz quebrada, volviste a hablar:
—Hoy mi hijo se va a cumplir la misión que nuestro Señor nos encargó. Se va lejos y Dios sabe cuándo lo volveremos a ver. Pero si algo me ha enseñado nuestro Padre desde antes que naciera, es que todo viene de parte de Él y es para Él. Y si ahora lo veo ya tan grande, tan maduro, tan valiente, no es por mis méritos; es el Señor que me lo dio y quien lo ha sostenido todos estos años.
»Hijo, quiero que sepas que te amo, y mi oración es que nuestro Padre siga guiando tus pasos aquí o adonde te lleve en Su infinita gracia. Como te dije, no me quedo solo. Nuestro Señor te ha prometido acompañarte hasta el fin del mundo, y así también lo ha hecho conmigo. Hoy le doy gracias a Dios por esta tan loca aventura y tan grande regalo inmerecido: ser papá, e intentar de alguna forma ser como Él. Te amo. Dios te siga bendiciendo cada día de tu vida.
Y luego de orar, cantamos un último himno juntos.
Hoy te veo, viejo, en este también viejo sofá, y le doy gracias a Dios por tu vida, por tu esfuerzo y tu corrección. Sonríes en sueños. Y al verte tan canoso y tan contento, pienso en que también los padres son un regalo del Señor.
Me acerco a ti, te doy un beso en la frente, y te despiertas:
—¿Qué pasó, hijo? —me dices— ¿Qué hora es?
—Tarde, viejo —te digo—. Vamos, que ahora yo a tu cuarto te llevaré.

Foto de Tina Bo en Unsplash.


Share:

0 comments