Ensayo


Eran entre las cinco y seis de la tarde en una calle vacía del Centro Histórico de Lima y las paredes blancas de una cafetería tenían una tonalidad rojiza gracias a la luz de neón de un letrero con el nombre de «Murphy’s». Con paso acelerado, un hombre de unos treinta años entró con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de su saco gris y tomó asiento en una de las banquetas de madera del local, acuclillándose en esta y apoyando su peso sobre sus codos en la barra. Con los labios apretados, el hombre suspiró largamente, dio una rápida mirada al reloj que marcaba las cinco y cuarenta y tres de la tarde y luego observó detenidamente todo el lugar: un muchacho tecleando en su laptop mientras bebía café cada cierto tiempo, un par de mujeres de no más de sesenta años conversando alegremente entre ellas y una jovencita con los ojos cerrados apoyada en uno de sus brazos y tamborileando con su otra mano la mesa a la cual estaba sentada. Frunciendo un poco el ceño y torciendo una mueca, el hombre del saco bajó nuevamente la cabeza y la sostuvo entre sus manos.
—Buenas tardes, señor, ¿qué le sirvo? —dijo la voz de un hombre y, cuando el del saco levantó la cabeza, un señor de piel morena lo miraba fijamente mientras le extendía una hoja impresa cubierta por una mica a modo de carta.
—Buenas tardes —respondió el recién llegado con una sonrisa a medias. Miró la hoja como por dos segundos y luego se la entregó al mesero—. Una hamburguesa y un jugo surtido, por favor.
El camarero se quedó mirando a su cliente por un instante con los ojos entrecerrados y la boca ligeramente entreabierta, y después se dio media vuelta y se metió a la cocina. El hombre del saco miró rápidamente hacia los lados un par de veces y luego introdujo su mano en el bolsillo derecho de su saco, de donde sacó un teléfono celular negro. Se quedó mirando unos cuantos segundos a la pantalla del aparato y luego se lo llevó a la oreja. El hombre de gris tragó saliva y se quedó en silencio por algunos segundos.
—¿Sandra Salinas? —dijo lentamente el sujeto, a la vez que trazaba círculos con su dedo sobre la barra de la cafetería— Hola, Sandra, soy Ernesto. Ernesto, Ernesto Estévez, de Contabilidad. ¿No? Bueno, trabajamos juntos. Pasaba por aquí y me preguntaba… No, no… Eh… ¿estás ocupada? Ah, genial, gracias.
En el local podía escucharse a lo lejos el siseo de las planchas friendo algo y el distante ruido de una licuadora en funcionamiento. Ernesto dejó de trazar círculos para llevarse la mano a la boca y mirar al vacío con el ceño fruncido, posición en la que permaneció unos segundos.
—¿En qué estaba? —susurró Ernesto, para luego levantar las cejas con una sonrisa y echar un poco su cabeza hacia atrás— ¡Ah, sí! Bueno, Sandra, te decía que soy Ernesto, de Contabilidad. Quizá no te acuerdes de mí, pero tuvimos la oportunidad de participar en un taller de teatro en enero, por la plaza Dos de mayo. ¡Exacto! Ese mismo. ¿Ya te acuerdas? Ay. Bueno, tú y yo nos conocimos en un ensayo del taller, el del teatro del vendedor de tamales. Claro, claro. Sí, yo era el tartamudo. Bueno, resulta que pasaba por aquí y…
—Joven, disculpe —interrumpió el camarero, que volvió de la cocina con una libreta en una mano y un lapicero en la otra. Ernesto levantó lentamente la mirada, entrecerró los ojos y miró fijamente al hombre, sosteniendo aún el celular contra su oreja.
—¿Sí? —preguntó Ernesto, con voz y grave y casi sin entonación.
—¿Qué cremas a la hamburguesa?
Ernesto resopló sin dejar de mirar al camarero y emitió un casi inaudible gruñido.
—Todas, menos ají —respondió. El camarero volvió a mirar a Ernesto de la misma manera y luego entró nuevamente a la cocina.
Ernesto miró hacia el reloj: las cinco y cuarenta y siete. Volvió a fruncir el ceño y a mirar varias veces hacia los lados y luego se aclaró la garganta.
—¿En qué estaba? —volvió a decir Ernesto, retomando sus trazos invisibles sobre la barra— Ah, sí. Bueno, te decía que pasaba por aquí y me preguntaba si te acordabas de que esa vez que nos conocimos quedamos en volver a vernos un día y comer algo. Me dijiste que te gustaban las hamburguesas de Murphy’s, por eso vine a ver si te encontraba.
Ernesto respiró profundamente y guardó silencio por varios segundos.
—Mira, Sandra. Lo que pasa es que creo que no es casualidad tanta coincidencia. Quiero decir, a ambos nos gusta venir aquí, ambos fuimos a teatro para superar nuestra vergüenza de hablar en público y a los dos nos gusta el mismo tipo de música. Sé que quizá sea pronto, pero quería saber si te gustaría salir un día a pasear o, no sé, ir al cine y conocernos un poco más. Desde que te vi yo…
Pero esta vez las palabras Ernesto se vieron interrumpidas por dos cosas que sucedieron a la vez: la primera, que el camarero volvió con la hamburguesa y el jugo y los puso delante de él con la misma mirada de antes. Lo segundo que ocurrió fue que la campanilla del restaurante anunció que alguien acababa de entrar: una señorita delgada, con el cabello castaño y unas cuantas pecas en sus mejillas que aparentaba unos veinticinco años. Los ojos de ella recorrieron todo el lugar y luego se dirigió a la mesa disponible más cercana, mientras Ernesto la observaba detenidamente y apartaba el teléfono de su rostro. La muchacha se sentó en una mesa a unos pocos pasos de Ernesto, dejó su bolso gris en la silla al lado suyo y de este sacó un celular blanco, el cual se puso a revisar rápidamente.
Ernesto guardó su teléfono nuevamente en su saco, le dio la espalda a su comida, tomó una bocanada de aire y se puso de pie. Ahí, parado, se quedó mirando a la chica por unos segundos.
—¿Sandra Salinas? —repitió en un susurro y comenzó a sonreír— Hola, soy Ernesto Estévez, de Contabilidad. Nos conocimos en…
Nuevamente la puerta se abrió. Un joven bien peinado y vestido con un terno negro entró a la cafetería y se detuvo en el umbral por un momento, mirando todo el lugar. Su mirada se detuvo sobre la señorita que acaba de llegar. Ernesto observó cómo el joven se acercó sonriente a Sandra y la saludó con un rápido beso. Mientras los labios de ellos chocaban, la sonrisa de Ernesto desapareció, dando lugar poco a poco a un rostro con el ceño fruncido y la boca entreabierta. Sus hombros cayeron a la vez que el joven se sentaba frente a Sandra y conversaban alegremente.
Ernesto se dio media vuelta, extrajo su billetera del bolsillo de su pantalón, sacó diez soles, los puso sobre la barra, volvió a meter su billetera y se fue, dejando atrás a Sandra, una hamburguesa, un jugo surtido y al camarero con los mismos ojos entrecerrados de antes.
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Cuento hecho para Taller de Narración, en la clase de Focalización externa.




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