3 - El camino de Kyàlodir



Hubo una vez; hace mucho, mucho tiempo; un hombre llamado Kyàlodir. Era un ser humano como tú y como yo; común y corriente. Bueno, con la diferencia de que él era un guerrero. Y, bueno, él había hecho muchas cosas antes de que esta historia que te contaré se lleve a cabo, pero ese no es el punto. Kyàlodir, el guerrero, era un hombre común y corriente, aunque algo lo hacía especial: él había sido librado de todas sus faltas porque alguien más pagó el precio de las mismas: su propio Maestro. Desde ese día, el guerrero y el Maestro emprendieron un viaje juntos hace un lugar al que el Maestro estaba guiando a Kyàlodir.

Esta historia comienza cuando Kyàlodir estaba andando por un largo camino. Tan largo que atravesaba más de un pueblo y cuya longitud es de un número que probablemente no te hayan enseñado en la escuela. En resumidas cuentas, era un camino muy largo. Pero la longitud inmensa de este camino no era el único problema en esta historia. Kyàlodir, por algún motivo que ni él recordaba bien por qué –“lo más probable es que haya sido algo tonto”, me dijo una vez–, dejó de escuchar a su Maestro. Sí; simplemente hacía oídos sordos, pero este seguía junto a él. Y así, con un mapa que no le servía y sin escuchar la guía de su propio Maestro, Kyàlodir vagó por ese camino un buen tiempo. Y pasaron varias cosas:

Hubo un problema que ocurrió casi al inicio de este largo camino: una bifurcación. Sí, así como esas que puedes encontrar en los cuentos, series o películas. Una simple bifurcación, o así parecía. Sin embargo, lo que a los ojos de Kyàlodir le parecía una simple y sencilla decisión, ante el Maestro no era igual.

–Kyàlodir, es por la derecha –le dijo el Maestro al guerrero.
–Veamos, veamos; ¿a dónde debo ir ahora? –se preguntaba, sin escucharlo.
–Hey, amigo. Es por la derecha.
–¿Derecha… o izquierda? Vaya, qué difícil decisión.
–¿Me oyes, hombre? A la derecha es la mejor opción. El otro camino hará que te desvíes. Podrás volver después si sigues mi dirección, pero te tardarás. Es por la de…
–Muy bien. Está decidido. A la izquierda será.
–¡Kyàlodir! ¡Es por la derecha! Vaya, ya avanzó…
–Ahí vamos… Siento… siento que me olvido algo.
–¿Hola? En serio no me quieres escuchar, guerrero. Bueno, no pienso dejarte solo caminando por ahí; voy contigo.

Y así Kyàlodir comenzó la más grande vuelta en U jamás vista. Él solo tenía que voltear a la derecha para llegar al lugar a donde, tan solo un poco tiempo atrás, el Maestro le había indicado ir. Aquel lugar estaba solo a pocos kilómetros de la bifurcación, detrás de un monte que desde lejos parecía enorme, pero, mientras te ibas acercando, notabas que era más pequeño de lo que imaginabas. Sin embargo, a la izquierda comenzaba el desierto, con ningún lugar en donde descansar bien, pocos pueblos para poder hospedarse si el día o la noche atacaban fuertemente, en donde el sol lo golpeaba siempre en el rostro y los vientos nocturnos lo apuñalaban por la espalda. Y así es como nos encontramos con Kyàlodir, el guerrero, llegando al primer pueblo.




Vhàrerir, el pueblo de la pobreza.


Para que la gente olvide el nombre de su pueblo, los vhareranos se dedicaron a enriquecerse lo más que pudieron, pero esto los llevó por caminos muy oscuros, convirtiéndose así en uno de los pueblos más estafadores del lugar. Todo ese territorio se encontraba repleto de mercaderes a ambos lados del camino, que habían convertido sus propias casas en tiendas en las cuales su mayor propósito era sacarle todas las monedas que pudieran a aquellos extranjeros que pasaban por el lugar, que, para ser sincero, eran pocos.

Lamentablemente, tanto para la gente que ahí vivía tanto como para que el que acababa de llegar, Kyàlodir cayó en la cuenta de que no tenía ni una sola moneda en sus bolsillos. Lo que él no recordaba es que le había pedido a su Maestro que las guardase para que pueda ayudarlo a administrar bien lo que tenía, pero ahora que no tenía ni la más mínima idea de dónde estaba él –a pesar de estar a su lado siempre– se había quedado sin dinero.

–¿Tienes hambre? –le preguntó el Maestro a su guerrero.
–Perfecto. Sin dinero y, para empeorarlo todo, hambriento.
–¿Todavía no me puedes escuchar?
–Me pregunto en dónde se me habrán caído esas monedas. O hace cuánto. No recuerdo haberlas gastado ni tampoco me han robado. Además, soy Kyàlodir, el gran guerrero.
–No; todavía no puedes escucharme.
–Tengo que buscar una forma de conseguir comida o moriré de hambre pronto.
–¿Qué? ¿Qué estás pensando hacer, guerrero?
–Veamos, veamos… Debe haber algún mercader desprevenido por aquí.
–No, por favor. No lo hagas. Hay un árbol con frutos que acaban de madurar saliendo del pueblo. ¿Me oyes? ¡Hay un árbol a las afueras del pueblo!

Pero él no lo escuchaba. Poco tiempo después, encontró un puesto pequeño que le pertenecía a un vendedor demasiado flaco para ser normal. ¿Por qué estaba así? Probablemente porque nunca gastó nada de lo que ganó jamás. Ni para remodelar su puesto, ni para él, ni para su esposa, que acababa de abandonarlo. Pero vaya que tenía mucho dinero. Justo en el momento en el que Kyàlodir llegó, el vendedor estaba comiendo su grande y lujoso almuerzo –que constaba de una taza de té desabrido y dos panes vacíos, realmente–, y fue ahí en donde el guerrero aprovechó el instante preciso para coger todas las manzanas que podía y seguir con su camino como si nada hubiese sucedido. Al Maestro le dolía que su propio aprendiz haga cosas como esas, a pesar de haber estado advirtiéndole en todo momento que no lo haga. “Yo creo que sí llegué a escucharlo en ese momento”, me dijo una vez el guerrero. “Pero no quería hacerle caso. Tenía hambre, sabía que necesitaba algo, sabía que no tenía nada”. Pero aquellas manzanas no tenían buen sabor; es más, eran las peores manzanas que Kyàlodir probó alguna vez, me confesó otro día.

El guerrero creyó que no había sido visto, pero otro vendedor –al que estafó después cambiándole una caja llena de tierra por un poco de agua, diciéndole que la caja contenía varias monedas– logró ver lo que hizo, pero no dijo nada, ya que aquel vendedor flacuchento había sido su rival durante muchos años.

Al salir del pueblo, Kyàlodir se encontró con el árbol que el Maestro le había dicho, pero…

–Rayos –dijo el guerrero después de muchos intentos fallidos de coger algún fruto–. Están demasiado altos.

Y siguió son su camino.

–Con mi ayuda podrías llegar –le dijo el Maestro y siguió caminando junto a su aprendiz para no dejarlo solo.




Gezegamet, el pueblo del engaño.


Pronto, a Kyàlodir se le acabó la comida y el agua, y tuvo que quedarse a dormir prácticamente en medio de la nada cuando la noche llegó a ser tan oscura que ya no podía ver. Su Maestro se quedó velando por él hasta que despertó al día siguiente y, aún sin poder ver ni oírlo, Kyàlodir siguió con su camino. Hubo un momento en el que a Kyàlodir le pareció ver a su Maestro, pero lo ignoró rápidamente. Aun así, ese hombre que cuidaba siempre de su amigo el guerrero seguía junto a él. Y después de un buen tiempo llegaron al segundo pueblo: Gezegamet, llamado igual que su gobernador; quien fue llamado así por su padre; y este, por su padre, y así sucesivamente durante muchas generaciones. Me pareció oír por ahí que así ha sido durante muchos siglos, pero nadie sabe con certeza desde cuándo.

De algún modo, a Kyàlodir se le ocurrió otra idea para poder conseguir comida en ese lugar. Se arregló todo lo que pudo, trató de limpiar lo más posible su ropa y se acercó a un bazar en el pueblo.

–Si me hago pasar por alguien importante quizá me puedan atender bien. De todos modos en este lugar todos se engañan entre sí –decía para sí mismo.
–No porque todos hagan algo significa que tú debas hacerlo –le decía el Maestro, enseñándole como siempre–. Además, la mentira nunca te conducirá algo bueno. ¿Olvidas que mi nombre significa Verdad?

Pero Kyàlodir no lo escuchaba. Así fue como se dirigió al dueño del bazar mientras estaba diciéndole algo a su hijo.

–Disculpe, señor –interrumpió el guerrero al señor, que lo miró extrañado–. Soy Èrsedil, príncipe de Mìroersed…
–¿“Brillante, de Brillantelandia”? –le dijo el Maestro– Kyàlodir, ¿qué sucede contigo?
–… He venido a este pueblo en una gira por estas tierras y mis hombres y yo nos hemos quedado sin alimentos, por lo que he venido a este aposento a pedirle que me provea de comida y de bebida si quiera a mí, gran hombre.
–Kyàlodir, ¿qué estás haciendo?

El dueño del bazar se quedó viendo a aquel que lo estaba engañando y casi le otorga lo que le pidió de no ser porque su hijo se levantó y le dijo algo a Kyàlodir:

–Nunca había oído hablar de Mìroersed, señor “príncipe”.
–Bueno… –comenzó el guerrero, quien se había quedado frío.
–Ni tampoco de usted. Más bien… tú te me haces conocido de algún lado.
–Bueno es que soy el prín…
–No comiences con lo del príncipe otra vez. Además, ¿qué haría un príncipe viniendo a un lugar como este a pedirnos comida? Si yo fuera uno, enviaría a mis súbditos.
–Oye, ¿cómo que un lugar cono este? –le dijo ofendido el padre a su hijo.
–Sin ofender, papá –le respondió, y luego volvió a mirar a Kyàlodir–. Además… tú no tienes pinta de príncipe. Tú más pareces un… guerrero.
–Oh, qué lástima que no es uno –dijo el dueño del bazar–. Aquí atendemos muy bien a los guerreros. Es que yo fui uno hace mucho tiempo, sabrá. Una vez…
–Todos hemos escuchado tus historias, papá. Muy bien, entonces. ¿Quién eres?
–Yo… –el pobre guerrero no sabía qué decir; había sido descubierto.
–¡Mentiroso! ¡Tenemos un mentiroso aquí! –gritó el hijo, aunque, la verdad, ninguno de los que estaba ahí le prestó atención. Todos eran iguales que él.
–¿Cómo sabes que él es uno, hijo? –preguntó el dueño.
–Por favor, papá. Sé identificar a un mentiroso cuando lo veo; tengo experiencia en eso.
–¿Qué? ¿Mi propio hijo?
–Vamos. Tú también me mentiste cuando me dijiste que ese que traía los regalos en invierno existía.
–Bueno, pues yo…

Y así empezó una discusión que se hacía cada vez más grande, en donde todos llegaron a involucrarse. Después de un momento, se empezaron a preguntar cómo es que había empezado toda esa gran discusión, y fue ahí en donde, por un instante, Kyàlodir percibió a su Maestro.

–Vámonos de aquí –le dijo rápidamente al guerrero, y luego lo sacó pronto del lugar–. No tengas miedo –le dijo. Pero cuando ya estaban afuera, Kyàlodir escuchó a la gente del bazar que se había unido para encontrar al que se quería pasar de listo con ellos y el guerrero tuvo miedo y luego dejó de ver a su Maestro otra vez.

Asustado, Kyàlodir fue lo más rápido que pudo hacia la salida del pueblo, pero en el camino se encontró con un hombre que no había visto hacía mucho tiempo y al que tampoco quería ver: alguien del pueblo donde salió.

–¡Hey, tú! ¡¿Qué haces aquí?!
–No puede ser. ¡No! –se exasperó el guerrero, y trató de escapar de aquel hombre también. Pero en ese momento ambos vieron al grupo de gente que estaba persiguiéndolo, y ahora parecía que habían aumentado en número.
–Oh, tú otra vez… –le dijo el hombre que acababa de encontrar– ¡Te están persiguiendo! ¡Aquí está! ¡Aquí…!

Pero no pudo terminar esa frase. En su desesperación, Kyàlodir golpeó al hombre y lo dejó tumbado en el suelo. Sin saber qué hacer, Kyàlodir, el guerrero, corrió como nunca antes lo había hecho mientras huía con rumbo al siguiente pueblo.



Enou-miròir, el pueblo de la oscuridad.


Llegó al tercer pueblo en medio de la noche y más rápido de lo que había pensado, pero Kyàlodir no sabía muy bien en dónde se encontraba. Los otros dos pueblos no eran nada en comparación a Enou-miròir, y el guerrero no entendía muy bien por qué ni cómo había llegado a parar a ese lugar.

–Todo se hubiese solucionado si hubiese ido hacia la derecha al inicio. Era una decisión simple, y ahora estoy perdido aquí… No sé a dónde ir.
–Kyàlodir, ¿verdad? –le dijo la voz de una joven, quien hizo que él diera un brinco del susto. El guerrero no podía responder– ¡Sí! ¡Eres tú! ¡Eres Kyàlodir, el guerrero!

La voz de la joven sonaba animada; como si hubiese encontrado algo que había estado buscando durante mucho, mucho tiempo. El guerrero casi se anima, pero luego su expresión cambió.

–Tú eres el que traicionó al Rey –le dijo la joven.

Kyàlodir recordó todo su pasado.

–Yo no sé de qué me hablas –respondió con una voz temblorosa.
–Tú eres el que anda con ese Maestro, ¿no?
–No sé de qué me hablas.
–Sí… eres tú.
–No. Yo no…
–¿Tú no qué?
–Yo no…
–Dilo.
–Yo no…
–¡Dilo!
–¡Yo no conozco a ese hombre!

Hubo un gran silencio. La joven esbozó una sonrisa que no parecía humana, y luego su largo cabello dorado se tornó de un negro muy oscuro. De pronto, miró por sobre el hombro de Kyàlodir y gritó “¡Aquí está!”.

El vendedor que estafó en el primer pueblo se dio cuenta de lo que le hicieron y le avisó a su rival, a quien le habían robado, quién lo hizo. Ambos se unieron a un grupo más de vendedores y fueron rumbo al siguiente pueblo, en donde encontraron una gran turba buscando a un mentiroso. A estos se unieron más personas, quienes encontraron a un hombre al final de aquel pueblo. Ese hombre les dijo que un guerrero llamado Kyàlodir lo había golpeado y todos fueron rumbo al tercer pueblo para aprehenderlo. Así fue como, mientras lo buscaban, aquella joven –“que no creo que haya sido una ‘joven’, de hecho”, me dijo Kyàlodir un día– había llamado a aquella gran turba, que se había encontrado con el mismísimo Gezégamet, el gobernador del segundo pueblo, y todos ellos se acercaban al guerrero, que estaba tirado en el suelo.

Kyàlodir no sabía qué hacer. Había negado a su propio Maestro y no podía creerlo. Las lágrimas se le escapaban del rostro. Se preguntaba por qué lo había hecho y anhelaba; muy, muy dentro de sí; que aquel Maestro, al que no había querido escuchar durante todo ese viaje y que realmente sí había podido ver y escuchar, lo perdonara. No quería morir a manos de los que lo acusaban. Kyàlodir deseaba no haber cometido esos errores en el camino. Kyàlodir deseaba haber seguido los consejos de su Maestro. Él ya no quería volverlo hacer; quería seguir la guía del que estuvo siempre a su lado a pesar de sus errores. Aquel que todavía quería ayudarlo a pesar de no haberlo escuchado. Kyàlodir quería volver a ver a su Maestro aunque sea una vez más. Pero todos ya lo habían alcanzado. Se acercaban cada vez más y ya estaban prácticamente encima de él cuando…

–¡ALTO! –se oyó una voz potente, como la del rugido de un león, y todos es detuvieron en el acto.
–Esa voz… –dijo la joven con los ojos totalmente abiertos.
–¡APÁRTENSE DE ÉL! –volvió a rugir– ¡Él está conmigo!
–¡No puede ser! –gritó Gezégamet, lleno de dolor. La sola presencia del Maestro ahí lo hacía retorcerse. Todos huyeron despavoridos. Nadie más volvió a ver a Gezégamet, el engañador, ni a su hermana, aquella joven a quien llamaban Ezinágere, la traidora.

Kyàlodir estaba llorando en el suelo terroso de Enou-miròir. Todo lo que había sucedido sobrepasó sus límites. “Creo que nunca me había sentido así”, me confesó. “Sentía un gran desamparo. Pero todo eso cambió cuando llegó Él: mi Maestro.”

“¿Tienes alguna idea de cómo me sentía? Imagínate que le hayas dicho a alguien que no conoces para nada a tu mejor amigo y que justamente esa persona te haya oído. ¿Te lo imaginaste? Bien. Ahora multiplícalo por mil. Pero no… Él no me miraba así; el Maestro había vuelto para rescatarme. Para perdonarme, como siempre. Nunca he podido entender tanto amor. No vas a encontrar a nadie como Él jamás, ¿sabes? En todos estos años jamás he hallado a un amigo como Él. Y pues yo estaba ahí, tirado en el suelo, en medio de la oscuridad, y Él llegó e iluminó todo. No es una metáfora; literalmente el lugar se iluminó y luego el cartel enorme con el nombre del pueblo se destruyó. Ya no era más la tierra de Enou, ahora el Maestro había llegado a gobernar ese lugar, al igual que había hecho con otros. Él se acercó a mí y preguntó ‘¿Qué has hecho?’ como aquella vez, hace un tiempo atrás. Solo pude rogarle perdón.”

¿Y qué hizo él? Le pregunté yo esa vez a Kyàlodir.

“Me perdonó”, me dijo. “Me perdonó y me pidió que lo acompañara a un lugar que tenía preparado para mí.”


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Capítulo 4 >>> rebrand.ly/Kyalodir4
Apéndice >>> rebrand.ly/IremilApen (se abrirá en una pestaña nueva)

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