6 - La espada blanca

–Maestro, ¿y a dónde vamos ahora?

Estas fueron las palabras con las que Kyàlodir, el guerrero, se dirigió a su maestro un par de días después de haber sido salvado de la muerte por él. Aquel día el maestro le había dicho a su aprendiz guerrero que debían despertarse temprano para dirigirse a un lugar determinado, aunque, sinceramente, desde aquel momento en el que el maestro lo salvó, ellos no habían parado de viajar.

–Pues vamos a encontrar un lugar descampado, claro está –le respondió el maestro al guerrero.

Sus largas ropas verdes llegaban a arrastrarse por los suelos mientras él caminaba decididamente hacia su próximo destino. La vestimenta del maestro contrastaba con la de Kyàlodir, que llevaba ropas claras y había adecuado el manto que su maestro le había dado aquel día en el monte –al que habían llamado Cruzado, en honor a lo que hizo el maestro– y que ahora lo llevaba como un cinto atado a su brazo izquierdo.

–¿Un lugar descampado? –preguntó el guerrero, extrañado de ir a un sitio así después de haber visitado cañones y recorrido un par de pueblos– ¿Para qué iremos a un lugar como ese?

Ante esta pregunta, el maestro se detuvo repentinamente y dio un giro que hizo ondear su túnica verde claro y que también logró que su aprendiz casi se chocara con él debido a su brusca parada. El maestro, que primero se había mostrado serio ante Kyàlodir una vez lo miró a los ojos, luego le esbozó una enorme, amistosa y sincera sonrisa que no hacía más que resaltar sus grandes ojos verdes frente a los ojos del guerrero, que eran marrones y hacían juego con el color del cabello de ambos.

–¡Pues para que tengamos una batalla! ¿Para qué más sería? –le respondió rebosante de ánimo el maestro a Kyàlodir, lo que causó que este quedara perplejo. Un segundo después, la mirada decidida del maestro espadachín volvió a su rostro mientras se preparaba para decirle las siguientes palabras al guerrero: – Quiero que me muestres de qué estás hecho.

Cerca de Mìrolia –cuyo nombre después cambió a Mìrolei, pero esa es una historia para otra ocasión–, al este, hay un terreno cerca de la costa en donde no vive nadie. Desde donde se encontraban, el guerrero y el maestro tuvieron que caminar poco más de una hora para llegar a su destino, y este último siempre estaba a la cabeza en el viaje, guiando y protegiendo a su vez al aprendiz que había dejado todo para seguirlo.

Después de recorrer un camino que cada vez tenía un ambiente más fresco pero que en un inicio estaba rodeado por unos cuantos árboles y piedras, Kyàlodir y su maestro llegaron al descampado, y ahí él le propuso al guerrero dejar las pocas cosas que tenían empacadas a un lado y que solamente conservaran sus espadas.

En aquel entonces, la espada de Kyàlodir era gris y estaba vieja y un poco oxidada, pero todavía le servía, por lo cual aún la portaba. Por otro lado, la espada del maestro era plateada y reluciente, con unas inscripciones en un lenguaje antiguo y un diseño que, en un primer momento, Kyàlodir no llegó a distinguir bien.

Bajo un sol reluciente e inmensamente cálido, el guerrero y el maestro blandieron sus respectivas espadas y se pusieron a unos cuantos metros el uno del otro. Kyàlodir tomaba su espada con ambas manos y el maestro solo con una, ambos preparados para comenzar la batalla.

–¿Estás listo, guerrero? –preguntó el maestro a su aprendiz, otorgándole una sonrisa.
–Yo nací preparado, maestro –le respondió este, con el orgullo y la confianza plasmados en su rostro.
–Perfecto –dijo el maestro, haciendo una breve pausa después de decir esto, permitiendo que pudieran escuchar el sonido de las olas cerca de ellos–. Tú comienzas.

Sintiéndose retado ante tal expresión, Kyàlodir avanzó primero tranquilamente, pero luego con una mayor velocidad hacia su oponente. Tomando impulso con ambas manos, se precipitó a dar un espadazo hacia el maestro, ante lo cual él, con mucha velocidad y fuerza, resistió el golpe tomando su espada horizontalmente con una sola mano, deteniendo así el ataque del guerrero. Después de esto, Kyàlodir, que estaba acostumbrado a desarmar o agotar a su oponente desde el primer golpe –hasta donde él recordaba, siempre había sido así–, se frustró al ver que su maestro había aguantado el impacto sin el mayor esfuerzo. Enfadado por este suceso, Kyàlodir rápidamente cobró fuerzas para asestar otro golpe, esta vez hacia la derecha, pero el maestro lo detuvo nuevamente. Así fue como el guerrero comenzó una serie de golpes hacia su maestro, tratando de derrotarlo, sin mucho éxito, ya que él detenía todos los ataques que recibía del guerrero. A la izquierda, derecha, arriba, en diagonal, de frente; todos y cada uno de ellos bloqueados por aquel al que empezaban a conocer como el Maestro espadachín. Le hacía honor a su reputación.

De pronto, Kyàlodir concentró todas sus fuerzas en un golpe que, a su parecer, su maestro no podría contener, pero terminó siendo sorprendido al ver a su maestro bloqueando enérgicamente su ataque y, un segundo después, otorgándole una mirada seria a la vez que ambos cogían sus espadas con ambas manos, empujó la espada del guerrero de tal manera que lo hizo retroceder. En el momento en el que Kyàlodir se recobró del bloqueo de su maestro, encontró que este se acercaba hacia él con su espada plateada levantada y resplandeciendo con el sol, ante lo cual el guerrero se apresuró a responder el ataque con otro. Ambas espadas se acercaban cada vez más a gran velocidad, hasta que finalmente impactaron.

Con un gran estruendo, la espada gris de Kyàlodir, el guerrero, se partió en dos ante el golpe de la espada plateada del maestro, y el guerrero cayó de espaldas gracias al impacto. El aprendiz había perdido ante su maestro y se encontró pronto respirando agitadamente en el suelo, intentando incorporarse. El maestro le extendió una mano mientras sujetaba su espada con la otra.

–¿Te encuentras bien, guerrero? –le preguntó el maestro, quien se encontraba mucho menos agitado que su aprendiz.
–Tú… Tú no querías que te muestre a ti de lo que estaba hecho… ¿verdad? –dijo Kyàlodir, quien apenas podía hablar bien debido a su respiración entrecortada– Tú… querías mostrarme a mí quién era realmente… ¿no es así?

El maestro sonrió.

–Por estas tierras tienen un dicho –respondió él–: “Si ya sabes la respuesta, ¿para qué preguntar de todas maneras?”

Kyàlodir miró al maestro a la vez que recordaba las veces que le habían formulado esa pregunta. Tragó saliva y habló lo más claro que pudo:

–Siempre he respondido que siempre es bueno estar seguro de las cosas –dijo Kyàlodir.
–Eso sirve a veces –dijo el maestro mientras ayudaba a Kyàlodir a levantarse–, pero debes aprender a practicar la jèven.
–¿A qué te refieres?
–Es como cuando un niño se lanza a los brazos de su padre confiando en que él lo atrapará. Él ya sabe que su padre lo sostendrá, pero no se pregunta constantemente si lo hará o no.
–Pero… ¿eso no es similar a jèvendir?
–No, amigo mío –respondió el maestro a su aprendiz–. Jèvendir es solo una confianza que puede caer en saco roto; jèven es, más que una confianza en algo firme, una certeza de algo. Jèvendir puede caer, pero la jèven nunca muere. Tú debes practicar esto último; has estado muy concentrado en tu propio poder como para ver que tu espada se había vuelto inservible.

Kyàlodir guardó silencio por un momento.

–Yo… yo quiero aprender sobre jèven –confesó–. ¿Cómo puedo hacerlo?
–Bueno, eso lo irás aprendiendo con el tiempo –le respondió el maestro–. Ahora sígueme: nos espera un largo camino.
–¿A dónde vamos ahora, maestro?
–No te preocupes, Kyàlodir; este viaje no será tan largo como el que acabamos de hacer –dijo el maestro–. Esta vez solo necesitamos llegar a una cueva que se encuentra cerca de la playa.
–¿La Cueva de tàlqentil? –dijo el guerrero, un poco incrédulo, pero le intrigó ver que su maestro asentía ante su pregunta– ¿Y qué haremos ahí?
–Conseguirte una espada, guerrero –le respondió el maestro–. Así que en marcha; debemos llegar antes del anochecer.

Luego de aquella batalla, Kyàlodir y su maestro se dirigieron hacia el este, a una playa al sur de Fèronoir, una de las más grandes ciudades de esas tierras. En aquella playa había un lugar al que los viajeros habían bautizado como la Cueva de tàlqentil, debido a que en su interior se encontraba una extraña roca con ese mismo nombre. Sin embargo, los rumores decían que era peligroso adentrarse en la cueva una vez caía la noche, ya que estaba protegida por un feroz guardián. La cueva tenía un color más claro que el resto de las piedras del lugar, llegando a ser casi blanca. Al lado de ella, la marea crecía cada vez un poco más conforme la noche se acercaba. Cuando el agua entraba a la cueva, la gente decía que el guardián se despertaba.

Ya era casi el atardecer y el guerrero y el maestro llegaron a la entrada de la cueva.

–Es imposible ver más allá de la entrada, maestro; está demasiado oscuro –dijo Kyàlodir una vez entraron a la cueva.
–No te preocupes por ello, Kyàlodir –le respondió el maestro–. Hacia tu derecha encontrarás una antorcha; enciéndela.

Una vez que dijo esto, el guerrero encontró una antorcha que no creyó haber visto antes y la encendió con ayuda del maestro.

–Muy bien, ahora apresurémonos –habló el maestro–. Debemos llegar a lo más profundo de la cueva.
–¿Qué? Pero, maestro, ahí se encuentra la gran roca de tàlqentil. Nunca nadie ha llegado a ese lugar –dijo el guerrero con un poco de temor al escuchar las palabras de su maestro.
–Ellos no estaban conmigo. Sus motivaciones eran egoístas y ambiciosas. Ellos buscaban hacerse ricos con lo que consiguieran. El tàlqentil es una de las piedras más raras, pero nosotros haremos una espada.

El guerrero se extrañó aun más que antes.

–Maestro –dijo Kyàlodir–, pero el tàlqentil es una de las rocas más frágiles del mundo. ¿Cómo haremos una espada con ella?
–No solo eso –le respondió el maestro–; es la más frágil de todas. Sin embargo, no se trata de la espada, guerrero. Se trata de quién te la otorga. Ahora sigamos caminando hacia adelante.

Mientras más se adentraban en la cueva, más difícil era ver. Pareciera que la oscuridad devoraba poco a poco la luz de la antorcha, y Kyàlodir no podía evitar sentir cierto temor al escuchar algunos crujidos al caminar de lo que él creía eran huesos –“por favor, que no sean humanos”, se dijo un par de veces–. Sin embargo algo le causó un gran sobresalto al guerrero cuando estuvieron más cerca a la parte más oscura de la cueva: a lo lejos se comenzaban a escuchar unos gruñidos profundos y una respiración pesada que los acompañaba.

–¿Qué fue eso? –preguntó rápidamente el guerrero, a la vez que miraba hacia todos lados en busca de la fuente de esos sonidos, pero sin éxito.
–No tengas miedo, Kyàlodir –le dijo seriamente el maestro–. Mientras estés conmigo nada malo te sucederá. Debes estar tranquilo; no dejes que te consuma el miedo. Eso fue justamente lo que causó que muchos otros guerreros y viajeros nunca lograran salir de esta cueva.

Sin darse cuenta, la respiración de Kyàlodir se había acelerado ante los gruñidos que se hacían cada vez más fuertes. Ahora que los escuchaba bien, le parecían más bien ronquidos de una gran bestia. Mientras se preguntaba si esa criatura sería el guardián del que todos hablaban, su corazón comenzó a latir cada vez más rápido, pero el maestro puso su mano en su hombro y presionó levemente en él.

–Kyàlodir, confía en mí –dijo el maestro–. Debemos seguir: ya no tenemos mucho tiempo.

El guerrero asintió y ambos siguieron adentrándose cada vez más en la cueva. Cuando Kyàlodir se tensaba por algún sonido extraño en medio de la densa oscuridad de la Cueva de tàlqentil, miraba hacia su maestro, que caminaba a su lado pero ligeramente más adelante que él, y pronto se calmaba. Finalmente, el guerrero y el maestro llegaron a la parte más profunda de la cueva. Al medio de aquel lugar se encontraba una gran roca blanca; la fuente del tàlqentil. Kyàlodir se sorprendió porque, en medio de tanta oscuridad, la roca parecía brillar con luz propia, ya que no se veía afectada por la negra atmósfera que la rodeaba. Lentamente, el guerrero y el maestro se acercaron a la roca de tàlqentil, contemplándola.

En alguna parte de la cueva, se escuchaba el golpeteo de gotas cayendo desde el techo, lo que hacía que la roca tuviera un mayor aspecto misterioso. Kyàlodir se acercó a ella y extendió su mano para tocarla.

–¡Detente! No te apresures en tocar la roca –advirtió el maestro.
–Entonces, ¿cómo sacaremos el material para la espada?
–Dame la antorcha, guerrero –dijo el maestro, y luego buscó algo entre sus cosas. Después de unos segundos, sacó un objeto medianamente largo y un poco grueso–. Toma; con esto lo conseguirás.
–¿Es… una empuñadura? –preguntó incrédulo el guerrero.
–Así es. Ahora, Kyàlodir, quiero que me digas algo: ¿Qué has aprendido en estos días?

El guerrero miró a los ojos a su maestro, recordando lo que había sucedido desde el momento en el que él le salvó la vida en el monte Cruzado.

–Tú… me salvaste. Yo merecía morir por todo lo que había hecho, pero tú aun así decidiste morir en mi lugar. Pero la muerte no te venció, sino que tú a ella.
–Y es porque eres mi amigo, Kyàlodir, y no hay más grande muestra de la amistad que uno se entregue por otro.
–Así es… Desde ese momento, recorrimos varios lugares contándole a todo el mundo lo que había sucedido.

En ese instante, el guerrero recordó a los nueve hombres que habían conocido en el pueblo al lado del monte Cruzado. Ellos habían dejado todo lo que tenían al conocer al maestro y habían pasado mucho tiempo junto a él, convirtiéndose en grandes guerreros en su mayoría. Después de lo sucedido en el monte, ellos habían emprendido un viaje por todas las tierras para reclutar a los demás fieles al Rey y preparar a otros más. Todo eso gracias a lo que hizo el maestro por ellos.

–Sin embargo… ahora entiendo más –dijo Kyàlodir–. Tú no solo hiciste eso para salvarme a mí… Sino que lo hiciste por todos… El pueblo estuvo a punto de ser destruido hasta ese entonces, ¿cierto?
–No solo aquel pueblo, amigo mío. Todo el resto de las tierras.
–Entonces, estamos aquí… Yo no merecía todo esto, pero a pesar de todo eso me escogiste. Ahora, quiero pelear por ti. Quiero hacer lo mismo que esos nueve que conocí.
–Tú misión es mucho más grande, guerrero. Ahora, Kyàlodir, después de todo esto, ¿confías en mí?

Kyàlodir se quedó en silencio por un momento.

–Sí, lo hago –dijo.
–Entonces, imagina que tienes una espada ahí y clávala en la roca.
–¿Qué?
–Confía en mí.

Ante estas palabras, el guerrero tomó aire, cogió la empuñadura con ambas manos y comenzó a acercarla a la roca. De pronto, se escuchó un crujido que hizo que Kyàlodir se detuviera, sorprendido.

–¡Maestro! –dijo Kyàlodir casi susurrando, luego de inhalar y exhalar rápidamente.
–No temas, guerrero –le respondió el maestro–. Continúa.

Kyàlodir siguió haciendo lo que el maestro le dijo, pero, cuando los crujidos se hicieron más sonoros, un gruñido se escuchó con mayor fuerza desde un túnel que se encontraba en la sala en donde se encontraban y que se dirigía hacia algún lugar debajo de la cueva. El gruñido –que más parecía un leve rugido– alteró por un instante al guerrero.

–Tranquilo, guerrero –le dijo el maestro a su aprendiz–. Debes tener calma*.

Ante la mención de su nombre por parte de su maestro, Kyàlodir tuvo mucha más confianza para seguir con lo que estaba haciendo, y continuó incrustando su espada invisible en la roca, que seguía crujiendo. Cada vez estaba más cerca de ella y la empuñadura iba a golpear pronto la roca. Faltaban pocos centímetros y Kyàlodir empleaba más fuerza para lograr su cometido. De pronto, la empuñadura golpeó la roca y de la unión de ambas surgió un enorme brillo que llenó toda la sala con una luz que brindaba un enorme sosiego al guerrero.

Lentamente, y ante su mirada incrédula, Kyàlodir comenzó a sacar una espada de un resplandeciente blanco. Poco a poco, el brillo de la espada se fue y Kyàlodir la contempló unos segundos: tenía grabadas las letras “A. E.” y un símbolo de un ave en pleno vuelo. A pesar de esto, la sala parecía más iluminada ahora.

–Lo logramos, guerrero –le dijo el maestro a Kyàlodir–. Conseguimos la espada de tàlqentil.
–Vaya… es hermosa.
–Así es… Bueno –el maestro palmeó levemente el hombro de su aprendiz y puso una mirada seria pero un poco graciosa–. Ahora debemos apurarnos si quieres salir de este lugar: la primera gota de agua ha caído dentro de la cueva y eso significa que el anochecer acaba de llegar.
–¿Qué? –dijo el guerrero sin entender bien hasta ese momento a qué se refería.
–Corre.

Un rugido inundó toda la cueva y el suelo comenzó a temblar debajo de ellos. Kyàlodir se apresuró a guardar su espada detrás de él –y se sorprendió al ver que también había cambiado de acuerdo a la forma de su espada– y comenzó a correr con dirección a la salida. A su lado, el maestro le indicaba por dónde debían seguir, a la vez que los rugidos se hacían cada vez más fuertes y constantes.

El guerrero y el maestro tuvieron que evadir piedras que caían por todos lados debido a que la cueva entera estaba temblando gracias a lo que sea que la resguardaba y pronto se encontraron cerca de la salida, no sin darse cuenta que una especie de mecanismo se había activado y una roca enorme estaba sellándola. Había un charco alrededor de la salida. Estaba casi a la mitad cuando Kyàlodir tomó fuerzas y empezó a correr más rápido. La salida seguía cerrándose y detrás de ellos el guardián parecía estar cerca. Kyàlodir cerró los ojos debido al esfuerzo y ya estaba a punto de llegar a la salida, que estaba por sellarse.

De pronto, Kyàlodir sintió un brusco cambio de atmósfera y el aire era fresco en contraste con el ambiente que cada vez se hacía más caliente al interior de la cueva. El guerrero se detuvo y escuchó un fuerte golpe en la roca que acababa de sellar la entrada a la cueva y un rugido ahogado por la roca que ahora impedía el paso.

–Eso estuvo cerca –dijo Kyàlodir, agitado. A penas podía respirar bien.
–Te dije que nada malo te sucedería si estabas conmigo –dijo el maestro, quien, sorprendentemente, estaba tan tranquilo que parecía no haber corrido una gran distancia. Al parecer, había dejado la antorcha dentro de la cueva, ya que ahora ya no la tenía–. Ahora ven aquí, guerrero. Muy bien. Dame tu espada un momento. Gracias. Bien. De ahora en adelante, yo te nombro Kyàlodir, el caballero de la espada de talco*.

Kyàlodir guardó silencio por un momento, pero finalmente habló.

–Eh… maestro… no es por nada, pero… ¿podría simplemente llamarme El guerrero de la espada blanca?

El maestro rió ante la voz incómoda de su aprendiz y luego le regaló una sonrisa.

–Está bien, amigo –le dijo entre risas silenciosas–. De ahora en adelante eres Kyàlodir, el guerrero de la espada blanca. No habrá otro guerrero que se te compare.
–Gracias, maestro –dijo Kyàlodir, inclinando su rostro.
–Ahora vamos, guerrero. Debemos visitar Bajo Mìrolia: una batalla está a punto de suceder y debes pelear ahí.

Y así, el guerrero y el maestro emprendieron el viaje hacia el sur, en donde, sin que Kyàlodir lo sepa, un tiempo después el maestro se encontraría con un caballero que acababa de ser derrotado por un dragón y al cual le brindaría una espada negra de un material llamado grèiventil, que en otras tierras se conoce como grafito.


Fuente: Nz Frenzy North Island

* N. del T.: “kyàlodir” significa “calma”, “sosiego” y “paz”. Véase el Apéndice.


** N. del T.: La palabra que más se acerca a “tàlqentil”, en el español, es “talco”, pero no es exactamente el mismo material. Es por ello que, cuando el maestro le dice a Kyàlodir “yo te nombro Kyàlodir, el caballero de la espada de tàlqentil”, este se incomoda, ya que el tàlqentil es la roca más frágil de todos y es inusual que una espada esté hecha de este material.


---
Capítulo 7 >>> rebrand.ly/Kyalodir7
Apéndice >>> rebrand.ly/IremilApen (se abrirá en una nueva pestaña)

Share:

0 comments