Contrafáctica.
Me encontré caminando por las calles de Lima y todo estaba
de lo más tranquilo, a pesar de ser hora punta entre la Colonial y la
Universitaria. Estaba acompañando a una amiga hasta su jato en Mirones, aunque
no recordaba cómo había llegado a ese lugar. Simplemente estaba ahí. La cosa
era que estábamos en ese sitio, hablando de la vida, como siempre y de pronto
se hacía de noche y luego volvía a ser de tarde. De ahí el color de la ropa de
mi amiga cambiaba y para mí era de lo más normal estar caminando y solo poder
ver lo que tenía al frente, porque el resto era solo un borrón. Pero eso no
importa.
Resulta que estábamos en ese plan, cuando de pronto un
montón de gente comenzó a pasar y nos encontramos caminando en una especie de
gradas de canchita de fútbol, pero nadie le daba a importancia a esto; todos
estaban centrados en algo, ahí, cabizbajos. Mientras mi causa y yo seguíamos
hablando, la gente nos comenzó a empujar cual pasajero sentado al fondo que
quiere bajar de un micro lleno. No hubiera habido problema, de no haber sido
porque sentí algo extraño que hizo que revisara mis bolsillos con la velocidad
de una coaster haciendo carrera con
otra.
–Oe, aguanta –le dije a mi amiga–. Mi celular.
–¿Qué pasó, amigo? –preguntó ella desconcertada y preocupada.
Siempre pasaba algo con ella. Bien piña era la pobre.
–Tas loca, ahorita lo encuentro –dije yo, y de pronto el
manchón de gente se convirtió en cuatro gatos que se hacían los locos andando
por las gradas. Chequeando bien, fui mirando a cada uno, mientras me acercaba a
paso rápido a cualquier probable choro.
Encontré a un pata con las manos en los bolsillos y lo
confronté –hasta ahora no sé de dónde saqué el coraje para ir en busca del
facineroso–, pero el fulano estaba más preocupado que pavo en Navidad y no
tenía nada que ver con el asunto, así que seguí de largo. Después de un toque,
encontré a un tipo con un polo cuello camisa celeste y un short crema que se
veía medio nervioso, guardándose algo en los bolsillos. Corrí hacia él como un
universitario queriendo chapar carro en la avenida a las siete de la mañana. Es
decir, como nunca antes. Cuando llegué a él, finalmente pude verlo bien: un
gordito moreno con pelo negro corto y con unos cuantos chuzos que aparentaba
unos veinticinco años, que forzaba la vista para poder ver bien y que tenía
tres pelos por barba. Al verme, el patita se palteó bien feo, como si hubiera
visto a su mamá con la correa de punta de metal.
A pesar de todo esto, cuando lo confronté, el pata se me fue
encima y me pescó del cuello, queriéndome tumbar. ¿Mi amiga? Ni idea de donde
estaba. A veces me parecía verla, a veces no. Solo estábamos el choro, las
gradas y yo.
–Tranquilo, tranquilo, causa –le dije. A la firme que ni yo
me la podía creer. El pata se puso tenso y su brazo apretó más mi garganta.
–Cállate, compare –me dijo, con una voz bien extraña.
–Causa, ¿por qué haces esto? –le hice la pregunta que tanto
había querido hacer desde hacía mucho tiempo.
–¡Cállate, oe!
–Choche, tranquilo… solo que tas hasta el queso.
–Compare, no tienes idea de lo que es estar hasta las
caiguas –me dijo, aunque no usó exactamente esas palabras.
–A ver, qué fue, cuéntame –le dije yo, y el choro soltó su
agarre y se dejó caer sobre una de las gradas, desparramándose.
No te voy a mentir; el pata daba pena. Se cubrió el rostro
con ambas manos y tiró su cabeza para atrás. De un momento a otro, el tipo que
me había querido chorear sacó mi celular de su bolsillo, me lo dio y, acto
seguido, se puso a llorar. No sabía qué michi hacer en ese momento. Ponte en
mis zapatos; ¿tú qué harías?
–No tengo chamba hace como un año y mi mujer me dejó y me
quiere quitar a mis dos hijas –me contó el choro–. Mi vida es un asco, compare.
Ni siquiera pude terminar el colegio; toy hecho nada, causa. Eso me pasa por
juntarme con toda esa batería del colegio. ¡Mi vieja me había dicho! “No te
juntes con esos malandrines o terminarás siendo como ellos”. Pero no le hice
caso. Y ahora estoy fregao. ¿Qué hago, compare? ¿Qué hago?
El moreno se puso a llorar y yo pensaba en alguna manera de
ayudarlo. Entonces volví a ver a mi amiga un toque y recordé lo que ella hacía
cuando chambeaba en un penal, así que decidí ponerme manos a la obra. Comencé
alentándolo y terminé predicándole. El pata ya no podía más con su vida. La
conversación se extendió un buen rato: al parecer no tenía nadie con quién
hablar y el patita realmente quería cambiar, solo que no sabía cómo. Vivía
sumergido en el mismo vicio de siempre. Al final, el pata se arrepintió, decidió
cambiar su manera de vivir y tomó la mejor decisión de su vida aquel día en las
calles difusas de lo que había vuelto a ser la avenida Colonial.
De pronto, algo me llamó la atención en el pata, ahora que
estaba más calmado.
–Oe, hermanito –le dije–. ¿Cuál es tu nombre?
El panzón me miró un rato con ese par de ojos redondos pero
medio cerrados que no dejaban ver aquel color que seguramente me diría era
“marrón oscuro.” Después de un rato en ese plan, el moreno dejó de llorar como
quinceañera en discurso y me dijo:
–Martin Díaz.
Y cuando dijo eso, desperté.
Más tarde, en la universidad, mi profe nos contó que no le
gustaban mucho las historias contrafácticas, pero que podían ser útiles a
veces.
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“¿Qué habría sido de mi vida? Seguramente sería un choro más en las calles, no sé”
–Yo, cuando me preguntan qué hubiera sido de mí sin Cristo.
2 comments
PASU MÁQUINA MARTIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIN!!!!!!!
ResponderEliminar¡¡¡DANIEEEEL!!! ¡¿Qué fueeee?!
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