8 - El médico
–¡Ayuda! ¡Ayuda, por favor! ¿Hay alguien ahí?
Mi voz ya estaba agotada de tanto gritar durante horas. Los feronoanos seguían sin aparecer por las calles de la ciudad y, si alguien llegó a escuchar mi grito en algún momento, seguramente no tenía el valor suficiente para salir a ver qué pasaba. Todos le tenían miedo a los dàrveril. Fue justamente uno de esos monstruos el que atacó a mi mejor amigo y ahora solo le quedaban pocas horas de vida.
Pasé toda la noche buscando alguna ayuda para Èrsedil, pero nadie se acercaba a nosotros. Las puertas en la cara se hicieron costumbre y ya no me desanimaban a partir de la tercera hora. Las personas se alejaban de nosotros y otros ya ni salían de sus casas porque habían escuchado rumores de que un dàrveril había atacado a plena luz del día cuando supuestamente eso era imposible. Incluso los que trataban de vencer su miedo y se disponían a ayudarnos, se apartaban cuando descubrían que Èrsedil había sido atacado con el aguijón oscuro. Así fueron pasando las horas.
Hubo un hombre que se ofreció a ayudarnos; él había perdido a un familiar debido a los dàrveril y quería hacer todo lo posible por salvar a cuantos pudiese. Sin embargo, al enterarse que la única cura era la flor de luz y que nunca alguien había visto una, se dio por vencido. “Lo siento tanto. No puedo hacer nada por tu amigo”, me dijo. Ya no sabía qué más hacer.
Por otro lado, Èrsedil por momentos recobraba la conciencia, pero usualmente lo único que hacía era gritar de dolor o decir cosas como “Aléjate de mí” o “No, tú no eres real”. Hubo una vez que dijo mi nombre cuando estaba recostado en una calle mientras yo buscaba ayuda. Al acercarme a él, me miró a los ojos y me dijo “Kyàlodir… gracias, amigo. Yo quiero decirte cuánto te estimo antes de que… antes de que…” pero no terminó de hablar, ya que comenzó a gritar como si acabara de ver algo detrás de mí. Sus ojos estaban desorbitados. Desde aquel momento ya no habló.
Ya habían pasado aproximadamente veinte horas desde que Èrsedil había sido atacado y, si la gente tenía razón, solo le quedaban cuatro horas más de vida antes de que el sello se completara y se convirtiera en un dàrveril. Casi sin esperanzas, llevé a mi amigo de vuelta a la plaza de Fèronoir, esperando encontrar algo que nos ayudara. Eliezer, su caballo, nos acompañaba, transportándonos a cuanto lugar quisiera ir. Después de un rato de esperar en la plaza, el cansancio me estaba venciendo. Por más que intenté luchar contra él, terminó por dejarme en un estado entre el sueño y la vigilia.
Oí unas pisadas calmadas acercarse a la plaza.
–Ayuda… amigo… poco tiempo… –fue lo único que atiné a decir.
–¡Por las plumas del Águila! ¿Qué pasó? –dijo una voz joven y luego escuché a los pasos apresurarse más. A medida que pasaban los segundos, podía notar que quienquiera que nos haya visto a Èrsedil y a mí ya estaba cerca. Cuando estuvo frente a nosotros, recobré la lucidez por un momento.
El chico frente a mí era un poco alto, pero también muy joven. No debe haber tenido más de dieciocho años cuando lo conocí. Lo miré de los pies a la cabeza. Llevaba puestas unas botas marrones que estaban fuertemente amarradas, unos pantalones anchos que se veían muy cómodos y un camisón un poco largo cubierto por un chaleco con varios compartimientos, algunos de los cuales estaban llenos de algo que no podía ver porque estaban cerrados. Sus brazos delgados y blancos se sujetaban fuertemente a las correas de una enorme y pesada mochila que seguramente cargaba muchas cosas dentro, aunque solo se podía ver una frazada gruesa que, al parecer, usaba para abrigarse al acampar. Su rostro era blanco y su nariz estaba roja por el sol y su cabello era pelirrojo. Nunca había visto algo tan anaranjado. Detrás de él, se dejaba entrever una espada, algo muy extraño en comparación al resto de su atuendo.
–Mi amigo… –le dije, cansado– fue atacado por un dàrveril y solo le quedan pocas horas de vida.
–¿Un dàrveril? ¿Qué es eso? –preguntó. Noté que era un recién llegado y que no sabía nada sobre la existencia de esas criaturas. Algo me animó al saber eso; tal vez podría ayudarnos.
–Unas criaturas hechas de oscuridad que atacan a su presa y la convierten en una de ellas después de veinticuatro horas. Nadie ha encontrado una cura para el aguijón oscuro, como la gente le llama a la enfermedad.
–Soy médico: encontraremos una cura para tu amigo. Veamos…
El joven pelirrojo se acercó a Êrsedil y comenzó a examinarlo. Escuchó sus latidos, le tomó la temperatura y vio su reacción ante ciertos estímulos. Luego de un rato, descubrió la marca en su piel.
–No puede ser –susurró al verla. Luego de eso, me miró y se refirió a mí–. Señor, dígame algo: ¿en serio no hay ninguna cura para esto? Es necesario que me diga todo lo que sabe, por favor. Estoy aquí para ayudarle.
Algo dentro de mí me decía que confíe en él, a pesar de que mis instintos de guerrero casi me obligaban a tener cuidado con cualquier extraño que quiera saber sobre mí o cualquier cosa relacionada conmigo o Èrsedil.
–Hay… hay una cura –dije solemnemente–, pero nadie nunca la ha hallado. Es la flor de luz, una planta mágica que, según dicen, puede curar todas las enfermedades. Pero nadie la ha visto jamás.
–La flor de luz… no puedo creerlo… ¡No lo puedo creer! ¡Àjenoir Èrsedil, lo volviste a hacer! ¡Es perfecto! –exclamó el joven. Su voz, que inicialmente estaba preocupada, fue transformándose en una completamente alegre y agradecida, como si acabara de descubrir un hecho maravilloso.
Al instante siguiente, y para mi sorpresa, el muchacho se quitó rápidamente la pesada mochila que cargaba y la puso al lado suyo. Mientras su rostro mostraba seriedad, adrenalina y emoción a la vez, comenzó a rebuscar dentro del enorme paquete.
–Déjeme contarle, señor –me dijo mientras seguía rebuscando en su mochila. Yo estaba un poco confundido–, que hace mucho tiempo yo recibí… un regalo de alguien muy querido por mí. Es… un águila… sí… y, bueno… me dio… esto.
Finalmente, sacó algo de su mochila. Era una cajita de madera un poco vieja. Había algo brillando desde adentro.
–¡Vaya! Nunca la había visto brillar de esa manera. Eso es; este debe ser el momento.
–¿Qué momento? –le pregunté– ¿De qué estás hablando?
–De esto –respondió el muchacho, levantando un dedo hacia mí. De la cajita sacó una flor a la que me gustaría describir como blanca, pero incluso la nube más hermosa no se compara a la belleza de aquella planta. Parecía emitir un brillo propio que llenaba la atmósfera de esperanza. Cada uno de sus seis pétalos eran como láminas de diamante lo suficientemente delgadas como para ser dúctiles, pero, a la vez, no eran exactamente eso. Antes de que pudiera adivinar qué era, el joven volvió a hablar–: la flor de luz.
Me quedé sin palabras. Era como si el Rey nos hubiera enviado la ayuda perfecta en el momento que más lo necesitábamos. Había esperanza; Èrsedil podía salvarse.
–Por favor, muchacho, dime tu precio –le pedí rápidamente, alargando una mano hacia la flor–. Mi amigo necesita esa planta para vivir.
–No –fue lo que respondió él. Yo me quedé perplejo, pero luego el muchacho volvió a hablar–. No se la venderé. Ni puedo, ni quiero hacerlo. Yo me hice médico para ayudar a las personas. Desde que la recibí, supe que esta flor tenía un gran propósito, por eso la guardé durante tantos años. Finalmente ha llegado el momento de usarla.
–No sé cómo podría compensártelo –le dije. Sus palabras eran como un bálsamo.
–No tiene por qué, señor. Me lo agradecerá luego.
–Kyàlodir –le dije–. Mi nombre es Kyàlodir el guerrero.
–Mucho gusto, Kyàlodir. Mi nombre es Jèvenoir.
Después de presentarnos, el joven se puso manos a la obra. Sacó una especie de tazón de su mochila y un artefacto de madera con la base casi plana. Cada vez que me pedía algo, yo lo conseguía en seguida. Le llevé un poco de agua, le alcancé un puñado de hierbas que me pidió que sacara de una bolsa dentro de su mochila, él sacó una taza y luego volvió a revisar a Èrsedil, quien seguía en el suelo, sin moverse.
Jèvenoir sacó dos pétalos de la flor de luz y los machacó con el mortero junto con otras plantas más. Mientras lo hacía, me veía preocupado y me decía: “Tranquilo. Todo estará bien. Tal vez te preguntes por qué tengo que usar otras plantas. Bueno, intenta machacar la luz con un mortero y luego me dices qué tan fácil te pareció. Y dime, Kyàlodir, ¿tú y él se conocen hace mucho?” Sus palabras eran calmantes y me ayudaban a dejar de angustiarme por mi amigo. Luego de conseguir una masa con la flor de luz, se dedicó a calentar un poco de agua en la taza con un mechero que sacó de su mochila y luego metió los pétalos que quedaban adentro. El agua comenzó a brillar como si estuviera reflejando el sol, tan solo que este se había ocultado tras unas cuantas nubes aquel día. Cuando Jèvenoir terminó, solo faltaban dos horas para que la maldición del aguijón oscuro se apodere de Èrsedil.
–Listo. Ahora viene la parte complicada –me dijo Jèvenoir–. Esto es lo que vamos a hacer: yo aplicaré la pasta de la flor alrededor de la marca de… Èrsedil, ¿verdad? Bien. Luego de eso, tendremos que abrir su boca, hacerle tomar esta bebida y rogar para que no la escupa. Te voy a pedir un enorme favor: sostén a tu amigo con todas tus fuerzas. No va a ser sencillo librarnos de esta maldición.
Y así fue como comenzamos a hacerlo: rasgué un pedazo de la ropa de Èrsedil en la parte que se hallaba la marca, lo recosté en el suelo y lo tomé de los brazos. Jévenoir untó dos de sus dedos con un poco de la masa que había hecho y los acercó hacia el pecho de mi amigo, en donde estaba su marca. Fue ahí que él empezó a temblar.
–Sostenlo con fuerza –me dijo Jèvenoir seriamente–. Era lo que me suponía: ya ha pasado tanto tiempo que el dàrveril en su corazón ya está casi completo. Debemos apresurarnos.
Cuando los dedos de Jèvenoir tocaron la piel de Èrsedil, el comenzó a emitir un grito gutural. Me asombré ante esto, pero presioné sus brazos con más fuerza contra el suelo. El médico empezó a encerrar la marca del aguijón oscuro con la masa de la flor de luz y Èrsedil gritaba por momentos y decía en el mismo extraño idioma que había escuchado hablar al mismo dàrveril que lo había atacado. Después de unos segundos, la marca estaba totalmente encerrada y Jèvenoir se apresuró en dejar a un lado el pequeño tazón y en coger la taza con el líquido brillante.
–Vamos. Por el Rey del Ejército –dijo él.
–Por el Rey –repetí.
Jèvenoir llevó la taza a los labios de Èrsedil y le dio de beber. Al instante, el Caballero de la espada de grafito comenzó a convulsionar y tuve que sujetar sus piernas arrodillándome encima de ellas. Mientras tanto, el muchacho pelirrojo seguía dándole de beber. Cuando terminó, el cuerpo de Èrsedil dejó de moverse desesperadamente y luego una especie de fuerza descomunal me empujó y me hizo caer de espaldas. Al mirar hacia mi amigo, pude ver cómo su pecho parecía estar sujetado por algo en el aire y cómo sus ojos y su boca estaban completamente abiertos. Algo negro salió rápidamente de su boca y se elevó en el aire.
–¡Apártalo! ¡No permitas que vuelva! –Jèvenoir se dirigió a mí mientras corría hacia su mochila. Yo me apresuré en quitar a Èrsedil de ese lugar y luego observé cómo aquella especie de humo negro que había salido de él caía rápidamente y golpeaba contra el suelo con gran fuerza.
La cosa que había salido de Èrsedil cobró forma y delante de nosotros apareció una criatura delgada, con garras y con un aura morada alrededor de sí. Si hubiera tenido ojos, habría estado mirando directamente a los míos.
–¡Ea! ¡Ven aquí! –le gritó Jèvenoir. El verdadero dàrveril giró hacia él y se detuvo a contemplarlo un segundo.
Todo sucedió muy rápido: el monstruo voló hacia Jèvenoir y él sacó su espada de la funda; era brillante como la luna y plateada como el acero más pulido de todo el mundo. Ambas, la espada y la criatura, impactaron y un sonido como de una quemadura se dejó escuchar en ese momento.
–¡Desaparece de una buena vez! –le habló el muchacho al monstruo– ¡Y dile a Deitej que yo no le tengo miedo!
Cuando terminó de decir esto, la espada que portaba Jèvenoir atravesó al monstruo y este gritó por última vez antes de evaporarse en el aire. Miré a Èrsedil; no respiraba. Cuando el humo finalmente desapareció, abrió totalmente los ojos y tomó una gran bocanada de aire, pero luego volvió a permanecer inmóvil y con los ojos cerrados. Tan solo que ya había comenzado a respirar. Mi amigo estaba vivo. Giré hacia Jèvenoir: él permanecía con la espada fuertemente agarrada con ambas manos, a pesar de estar hecha para ser sostenida solo por una. Me tardé un poco, pero finalmente la reconocí.
–Es la espada del maestro –le dije. No pensé que volvería a verla.
–Veo que tú también lo conociste –me dijo él, bajando la espada finalmente.
–Me salvó la vida. Desde entonces permanecí mucho tiempo junto a él hasta que finalmente tuvo que volver a las tierras del Rey.
–Vaya, qué privilegio –comentó mientras guardaba la espada nuevamente en su funda. La funda de mi maestro–. Yo solo lo vi una vez. Antes de irse, me dijo que esta espada sería utilizada para atacar a alguien solo tres veces desde ese momento. Esta es la segunda.
En ese momento me puse a pensar cuán maravilloso fue haber pasado tantos años junto al maestro. Ver cómo Jèvenoir atesoraba esa única vez que lo vio me hizo apreciar mucho más todo el tiempo que yo pasé con él.
Un rato después, Jèvenoir propuso que tengamos turnos para cuidar de Èrsedil mientras el otro descansaba y yo agradecí tener la oportunidad de descansar finalmente después de tanto tiempo preocupado. Él se ofreció para tomar la primera guardia y yo me eché a dormir. Estaba muy agotado.
En las horas siguientes, Jèvenoir y yo nos turnamos para vigilar a Èrsedil y, después de doce horas, finalmente despertó. Cuando abrió los ojos, se notaba confundido y un poco adolorido, como alguien que despierta un día después de haber hecho mucho ejercicio la tarde anterior. Su voz sonaba un poco extraña, pero ahí estaba él tartamudeando nuevamente, ya que no conocía a Jèvenoir. Desde que tengo memoria, a Èrsedil siempre le ha costado hablar con personas que no conoce. Después de presentarle al médico, él se dedicó a prestar atención a la historia de cómo habíamos hecho para librarlo de la maldición del dàrveril. Luego hizo un par de comentarios y terminó por preguntarle a Jèvenoir cómo es que había llegado a Fèronoir. Este nos contó que era un Médico Andante, una especie de doctor que se dedicaba a recorrer toda la región para brindar ayuda a los más necesitados. “Y vaya que ustedes necesitaban mucha ayuda”, agregó. Luego nos dijo que él había nacido en Fèronoir y que desde hace mucho tiempo quería volver a visitar su ciudad natal, por lo cual se ofreció a acompañarnos en nuestro viaje. Yo le comenté que había recibido una carta del maestro en donde me decía que habría una persona más que se nos uniría y que pensaba que era él.
–Bueno, pues si así es, ¡que no se diga más! –concluyó– Me quedaré con ustedes; pueden confiar en mí. Digo, al fin y al cabo, eso significa mi nombre, ¿no?
–Oye, ¿eso no es poco humilde? –agregué irónicamente.
–Mi nombre significa “Fiel”, no “Humilde” –añadió, riendo un poco–. Es una broma, es una broma. ¡Bien! ¿Entonces cuál es el plan?
Èrsedil y yo le contamos nuestra idea de encontrar a los nueve guerreros del Camino y a Jèvenoir le pareció tan buena idea que incluso nos dio algunos datos que había recopilado sobre ellos. Pasaron los días y fuimos conociendo más a aquel muchacho pelirrojo. A veces lo veíamos escribiendo en una especie de libro y, cuando le preguntábamos de qué se trataba, nos decía que era un gran proyecto que tenía y que había comenzado un año atrás, aunque siempre había tenido el deseo de ser escritor. Me gustaría contar más sobre su vida, pero el que habló más con él fue Èrsedil y, ya que lo menciono, la maldición le dejó algunas represalias: habían días en los que él no podía dormir y otros en los que sufría pesadillas. De vez en cuando, por las tardes, se aislaba de nosotros y se iba a meditar. Un día que lo fui a buscar, lo encontré llorando. No quiso contarme por qué. Sin embargo, me tranquilizaba el hecho de saber que Jèvenoir conversaba constantemente con él.
Hubo una noche en la que Èrsedil no podía dormir y fue a Jèvenoir en busca de ayuda. Ambos conversaron un buen tiempo y luego me dijeron que irían a una cueva en el este con la esperanza de hallar alguna solución. Èrsedil me dijo que era algo que tenía que hacer solo, pero que necesitaba a Jèvenoir para guiarlo. Yo no hice ningún reclamo, en parte porque confío en él, en parte porque esa noche estaba muy pensativo.
Luego de que el caballero y el médico se fueran, yo me quedé en nuestro campamento, sentado frente a la fogata en un tronco que usábamos como banca. La calidez de las llamas me abrasaba y también me abrazaba. Recuerdo aquella noche porque no tenía estrellas, así como este lugar. Cuando ya estuve completamente solo, suspiré y miré hacia mi mano izquierda. Saqué mi anillo de mi dedo y contemplé la figura circular que tenía sobre el aro. Ese día la extrañé como nunca antes lo había hecho. Su voz, su cabello, sus ojos, su abrazo, sus besos, su compañía.
Una lágrima se deslizó por mi mejilla y cayó a la tierra, dejándola un poco más oscura.
Fuente: Pixabay
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