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H.M. Díaz

Historias, reflexiones y otras cosas.

Sandra colgó el teléfono y sus ojos comenzaron a buscar con desesperación el reloj de la sala. Cuatro y cincuenta y cinco. No le quedaban más que dos horas antes de que sea muy tarde. Su respiración se aceleraba cada vez más.

Un minuto después, estaba sacando toda su ropa y colocándola en la maleta que compró cuando todos viajaron a Piura. Junto al armario, sobre la mesita de noche, la foto de su familia todavía estaba en pie. Una amarga lágrima cayó mientras Sandra se detuvo a mirarla por última vez. Quién iba a creer que aquel paseo familiar sería el principio de todo, que aquella amable señorita no era solo una recepcionista; quién sabe cuánto tiempo llevaba viéndose con su marido, o si incluso todo había comenzado en aquel mismo hotel en su luna de miel; quién sabe si...

Sandra cerró los ojos con fuerza y colocó el cuadro boca abajo. No había tiempo para pensar.

Sus pies tropezaron en el tapete del baño y sus manos buscaron desesperadamente algo a qué aferrarse, para luego comenzar a buscar con la misma prisa su frasco de pastillas. Había comenzado a tomarlas luego de que decidió quedarse. Tomó una antes de sacar los cepillos y guardarlos en uno de los bolsillos de su casaca.

Sandra escuchó una puerta cerrándose a sus espaldas y temió lo peor. Su respiración se detuvo; no podía moverse. Unas pisadas se acercaban cada vez más al baño. No. Era imposible. Aún no eran...

—¿Má? —dijo una pequeña voz en la puerta— Ya... ya guardé mi ropa.

Cuando Sandra volteó, vio a su hijo confundido y con su mochila de Spider-Man en la mano.

Poco después, ambos estaban caminando lo más rápido que podían hacia la avenida. El niño trataba de seguirle el paso a su madre, intentando, al mismo tiempo, no soltarse de ella. Cuando finalmente un taxi se detuvo, Sandra no regateó. Metieron las cosas lo más rápido que pudieron y subieron al auto. Cuando el semáforo cambió, Sandra comenzó a repasar cada paso, a recordar cada cosa que se había llevado, buscando que nada faltara.

Sus ojos se llenaron de terror.

—Disculpe, ¿podríamos volver, por favor? —dijo al instante.

El teléfono. Había olvidado borrar el historial del teléfono. Si Manuel descubría a quién había llamado, todo habría sido en vano.

Cuando estuvieron de regreso a la cuadra, Sandra abrió la puerta del auto y su hijo la tomó del brazo.

—Voy y vengo, hijito, espérame aquí.
—Pero má...
—No, hijo, por favor, tienes que esper...
—Yo voy conti...
—Luis. Por favor —la voz se le quebró y tuvo que aclararse la garganta para poder continuar—. Solo... espérame aquí.

Sandra dejó la puerta de la casa abierta y llegó a la cocina lo más rápido que pudo. Había intentado evitar ese lugar a toda costa. Tres para las siete. Mientras cogía el teléfono, aún podía sentir sus uñas clavándose en el rostro de Manuel. Estar ahí solo le hacía pensar en la noche anterior y volvía a recordar la mano de su esposo arremetiendo contra ella.

Una vez borró el número, Sandra regresó al auto, a su hijo, a su seguridad, a su libertad, y partieron. Mientras se alejaban, ella le dio una última mirada al que había sido su hogar, y antes de dar la vuelta en la esquina pudo ver cómo un hombre de camisa llegaba a su puerta y miraba a su alrededor, como si supiera que había perdido algo.

En el camino, su hijo se recostó en su regazo y ella le acarició el cabello.

—¿Ahora vamos a vivir con la señora Maricarmen? —preguntó el pequeño.
—Solo es por un tiempo, hijito. Solo estaremos unos días ahí con ella, Julito y Silvana.
—Pero a ellos no les gusta jugar conmigo.
—Lo sé, solo... solo será un tiempo.
—¿Solo unos días?
—Solo unos días...

Pero ni Sandra sabía qué iba a pasar de ahora en adelante. Luego de tantos años, se sentía como si no tuviera piso, como si todo lo que conocía se hubiera derrumbado como un castillo de naipes, como si todo empezara de nuevo. Respirando hondo, sacó el celular de su bolsillo y comenzó a buscar entre sus contactos, pero no encontró el número que quería, así que tuvo que marcarlo por su cuenta. El teléfono comenzó a sonar.

—¿Aló?
—¿Mari? Soy yo.
—¿Quién habla?
—Mari, soy yo, Sandra.

Hubo un pequeño silencio.


—¿Quién?



Tengo una relación un tanto extraña con los chifas: mi abuela los ama, mi viejo los ama, hasta mis amigos se van todos los fines de semana a comer al mismo lugar de toda la vida. Y por más que siempre diga que ya estoy harto, qué rico me voy a pedir una vez más su kamlu wantan con sopa. En fin, el punto es que esta vasta experiencia chifística me ha permitido notar (no descubrir, porque fácil hasta tú ya te has dado cuenta) que hay una ley casi inquebrantable, un bucle infinito del que ninguno de estos restaurantes puede escapar: todo chifa atraviesa el mismo ciclo de vida.
Todo comienza de la misma manera: te enteras de que, de un día para otro, un nuevo chifa ha abierto cerca de tu casa y toda tu familia decide ir a ver qué tal es, pero a cuchumil vecinos más se le ocurrió la misma idea, así que te encuentras con un montón de gente en la puerta. Después de una larga espera, finalmente consigues entrar al restaurante: todo bien limpiecito, con el sonido de las sartenes preparando chaufa, uno que otro mozo llevando platos a las mesas llenas y una tele pasando el programa de farándula del momento o un partido de fútbol. Cuando finalmente logran sentarse, ves que la carta te ofrece una gran variedad de platos… pero siempre terminas pidiendo los clásicos. La cosa demora un poquito, aunque, claro, puedes esperar: «si se demora, al menos espero que esté rico», te dices, y, cuando finalmente llega tu plato emanando vapor por doquier, se te hace agua la boca. Luego de una casi religiosa contemplación (y quizá una que otra foto a la comida o un selfie mientras la mesa sigue llena), finalmente le das el primer bocado: el chijaukay más rico que has probado.
Pasan las semanas y tu familia empieza a ir a cada rato: van por el Día de la Madre, van por el Día del Padre, por el Día del Niño, por tu cumpleaños, por el de la abuela, por el del perrito, porque el primo lejano que se fue a España regresó después de ocho años… toda excusa es válida. Es más, hasta le pasas la voz a tus patas, ellos les avisan a sus familias; un poco más y le dejan una reseña en TripAdvisor; piensas que finalmente encontraste el chifa perfecto, después de tantos años. Pero, de pronto, algo sucede en algún momento que nadie sabe cuándo ocurre: como de costumbre, vas un día a pedir tu plato favorito y… ya no es lo mismo. Faltan meseros, la tele pone un programa aburrido, y la gente empieza a hablar: «fácil cambiaron al cocinero»; «no, que seguro están comprando ingredientes más baratos»; «han cambiado la receta»; la diferencia se hace notar y, para colmo, luego suben los precios. Pierdes la esperanza otra vez. Intentas ir un par de veces más, pero el lugar no deja de decepcionarte. Tu sueño del chifa ideal se vuelve a colapsar mientras caminas hacia tu casa y, cuando llegas, tu familia te comenta que un nuevo chifa ha abierto a unas cuadras.
Y el ciclo se repite.
Tantos años viendo el mismo patrón una y otra vez me ha llevado a pensar que quizá pueda haber alguna esperanza para estos lugares. Aunque, si lo pienso más, ya no sé, porque, una vez que cambias tu sabor, una vez que adulteras la receta… ¿cuál es tu propósito, si ya no es llevar buen alimento a las multitudes?
Hace un par de días fui a visitar uno de esos chifas que en antaño fue de los mejores que había probado en mi vida. Lo pálido de su fachada y lo insípido de su plato no hacían más que reflejar que había algo que hace mucho, mucho tiempo se perdió, a tal punto de que no pude ni terminar lo que pedí, así que lo llevé en una bolsita (porque ya ni táper tenían) a casa. No sé en dónde habrá terminado, pero supongo que lo dejé en algún lugar de la cocina, mi mamá lo encontró, le dio un bocado, lo volvió a amarrar y lo tiró a la basura… porque a eso están condenados todos los platos que han perdido su sal.



Eran entre las cinco y seis de la tarde en una calle vacía del Centro Histórico de Lima y las paredes blancas de una cafetería tenían una tonalidad rojiza gracias a la luz de neón de un letrero con el nombre de «Murphy’s». Con paso acelerado, un hombre de unos treinta años entró con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de su saco gris y tomó asiento en una de las banquetas de madera del local, acuclillándose en esta y apoyando su peso sobre sus codos en la barra. Con los labios apretados, el hombre suspiró largamente, dio una rápida mirada al reloj que marcaba las cinco y cuarenta y tres de la tarde y luego observó detenidamente todo el lugar: un muchacho tecleando en su laptop mientras bebía café cada cierto tiempo, un par de mujeres de no más de sesenta años conversando alegremente entre ellas y una jovencita con los ojos cerrados apoyada en uno de sus brazos y tamborileando con su otra mano la mesa a la cual estaba sentada. Frunciendo un poco el ceño y torciendo una mueca, el hombre del saco bajó nuevamente la cabeza y la sostuvo entre sus manos.
—Buenas tardes, señor, ¿qué le sirvo? —dijo la voz de un hombre y, cuando el del saco levantó la cabeza, un señor de piel morena lo miraba fijamente mientras le extendía una hoja impresa cubierta por una mica a modo de carta.
—Buenas tardes —respondió el recién llegado con una sonrisa a medias. Miró la hoja como por dos segundos y luego se la entregó al mesero—. Una hamburguesa y un jugo surtido, por favor.
El camarero se quedó mirando a su cliente por un instante con los ojos entrecerrados y la boca ligeramente entreabierta, y después se dio media vuelta y se metió a la cocina. El hombre del saco miró rápidamente hacia los lados un par de veces y luego introdujo su mano en el bolsillo derecho de su saco, de donde sacó un teléfono celular negro. Se quedó mirando unos cuantos segundos a la pantalla del aparato y luego se lo llevó a la oreja. El hombre de gris tragó saliva y se quedó en silencio por algunos segundos.
—¿Sandra Salinas? —dijo lentamente el sujeto, a la vez que trazaba círculos con su dedo sobre la barra de la cafetería— Hola, Sandra, soy Ernesto. Ernesto, Ernesto Estévez, de Contabilidad. ¿No? Bueno, trabajamos juntos. Pasaba por aquí y me preguntaba… No, no… Eh… ¿estás ocupada? Ah, genial, gracias.
En el local podía escucharse a lo lejos el siseo de las planchas friendo algo y el distante ruido de una licuadora en funcionamiento. Ernesto dejó de trazar círculos para llevarse la mano a la boca y mirar al vacío con el ceño fruncido, posición en la que permaneció unos segundos.
—¿En qué estaba? —susurró Ernesto, para luego levantar las cejas con una sonrisa y echar un poco su cabeza hacia atrás— ¡Ah, sí! Bueno, Sandra, te decía que soy Ernesto, de Contabilidad. Quizá no te acuerdes de mí, pero tuvimos la oportunidad de participar en un taller de teatro en enero, por la plaza Dos de mayo. ¡Exacto! Ese mismo. ¿Ya te acuerdas? Ay. Bueno, tú y yo nos conocimos en un ensayo del taller, el del teatro del vendedor de tamales. Claro, claro. Sí, yo era el tartamudo. Bueno, resulta que pasaba por aquí y…
—Joven, disculpe —interrumpió el camarero, que volvió de la cocina con una libreta en una mano y un lapicero en la otra. Ernesto levantó lentamente la mirada, entrecerró los ojos y miró fijamente al hombre, sosteniendo aún el celular contra su oreja.
—¿Sí? —preguntó Ernesto, con voz y grave y casi sin entonación.
—¿Qué cremas a la hamburguesa?
Ernesto resopló sin dejar de mirar al camarero y emitió un casi inaudible gruñido.
—Todas, menos ají —respondió. El camarero volvió a mirar a Ernesto de la misma manera y luego entró nuevamente a la cocina.
Ernesto miró hacia el reloj: las cinco y cuarenta y siete. Volvió a fruncir el ceño y a mirar varias veces hacia los lados y luego se aclaró la garganta.
—¿En qué estaba? —volvió a decir Ernesto, retomando sus trazos invisibles sobre la barra— Ah, sí. Bueno, te decía que pasaba por aquí y me preguntaba si te acordabas de que esa vez que nos conocimos quedamos en volver a vernos un día y comer algo. Me dijiste que te gustaban las hamburguesas de Murphy’s, por eso vine a ver si te encontraba.
Ernesto respiró profundamente y guardó silencio por varios segundos.
—Mira, Sandra. Lo que pasa es que creo que no es casualidad tanta coincidencia. Quiero decir, a ambos nos gusta venir aquí, ambos fuimos a teatro para superar nuestra vergüenza de hablar en público y a los dos nos gusta el mismo tipo de música. Sé que quizá sea pronto, pero quería saber si te gustaría salir un día a pasear o, no sé, ir al cine y conocernos un poco más. Desde que te vi yo…
Pero esta vez las palabras Ernesto se vieron interrumpidas por dos cosas que sucedieron a la vez: la primera, que el camarero volvió con la hamburguesa y el jugo y los puso delante de él con la misma mirada de antes. Lo segundo que ocurrió fue que la campanilla del restaurante anunció que alguien acababa de entrar: una señorita delgada, con el cabello castaño y unas cuantas pecas en sus mejillas que aparentaba unos veinticinco años. Los ojos de ella recorrieron todo el lugar y luego se dirigió a la mesa disponible más cercana, mientras Ernesto la observaba detenidamente y apartaba el teléfono de su rostro. La muchacha se sentó en una mesa a unos pocos pasos de Ernesto, dejó su bolso gris en la silla al lado suyo y de este sacó un celular blanco, el cual se puso a revisar rápidamente.
Ernesto guardó su teléfono nuevamente en su saco, le dio la espalda a su comida, tomó una bocanada de aire y se puso de pie. Ahí, parado, se quedó mirando a la chica por unos segundos.
—¿Sandra Salinas? —repitió en un susurro y comenzó a sonreír— Hola, soy Ernesto Estévez, de Contabilidad. Nos conocimos en…
Nuevamente la puerta se abrió. Un joven bien peinado y vestido con un terno negro entró a la cafetería y se detuvo en el umbral por un momento, mirando todo el lugar. Su mirada se detuvo sobre la señorita que acaba de llegar. Ernesto observó cómo el joven se acercó sonriente a Sandra y la saludó con un rápido beso. Mientras los labios de ellos chocaban, la sonrisa de Ernesto desapareció, dando lugar poco a poco a un rostro con el ceño fruncido y la boca entreabierta. Sus hombros cayeron a la vez que el joven se sentaba frente a Sandra y conversaban alegremente.
Ernesto se dio media vuelta, extrajo su billetera del bolsillo de su pantalón, sacó diez soles, los puso sobre la barra, volvió a meter su billetera y se fue, dejando atrás a Sandra, una hamburguesa, un jugo surtido y al camarero con los mismos ojos entrecerrados de antes.
---
Cuento hecho para Taller de Narración, en la clase de Focalización externa.





Hoy nos volvimos a sentar en el viejo sofá de la casa, ese que tantos juegos, tantas películas y tantas cachorreadas en FIFA aguantó. Ese del que me recogías cuando me quedaba dormido y me llevabas a mi cama, y el mismo al que me mandabas a dormir cuando venía la visita y le ofrecías mi cuarto y el de mi hermana para hospedarse. Y, en el piso, al lado de ese sofá, también dormías tú.
Hoy tú eres el que se duerme ahí, sentado, con la boca abierta, y yo te miro. Y al ver tus canas y tus arrugas, recuerdo todo lo que pasamos hace tantos años: cuando me enseñaste a manejar bicicleta, cuando me llevaste a mi primer partido de fútbol, cuando nos afeitamos juntos... y cuando me dabas ya sabes dónde cuándo yo hacía ya sabes qué. Y luego me decías que me amabas y me abrazabas sin yo entender por qué. Pero, sobre todo, recuerdo cuando abrías la Biblia en casa y nos guiabas al Señor; cuando me llevabas a la iglesia en el Volkswagen... y cuando te pedí que ya no me llevaras porque ya estaba grande.
No te veía, pero orabas por mí a diario. Orabas cuando me enfermaba, cuando te decía que llegaría tarde, cuando me amanecía estudiando, cuando sentía que ya no podía más. Y oraste cuando ya no quería saber nada de Dios y me alejé. Y volví.
Me enseñaste que un hombre también sabe llorar y consolar. Me abrazaste cuando perdía un partido, cuando me rompieron el corazón... y cuando mamá partió con el Señor y nos tocó abrazarnos a los dos.
Hoy, después de tanto, en mi despedida, volviste a dar uno de esos discursos que solo tú sabes dar. Abriste la vieja Biblia, la de antaño y, con todos en silencio, hablaste con tu ronca voz:
—“He aquí, herencia de Jehová son los hijos; cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud. Bienaventurado el hombre que llenó su aljaba de ellos; no será avergonzado cuando hablare con los enemigos en la puerta” (Salmos 127:3-5).
Y con todos aún escuchándote, con lágrimas en los ojos y la voz quebrada, volviste a hablar:
—Hoy mi hijo se va a cumplir la misión que nuestro Señor nos encargó. Se va lejos y Dios sabe cuándo lo volveremos a ver. Pero si algo me ha enseñado nuestro Padre desde antes que naciera, es que todo viene de parte de Él y es para Él. Y si ahora lo veo ya tan grande, tan maduro, tan valiente, no es por mis méritos; es el Señor que me lo dio y quien lo ha sostenido todos estos años.
»Hijo, quiero que sepas que te amo, y mi oración es que nuestro Padre siga guiando tus pasos aquí o adonde te lleve en Su infinita gracia. Como te dije, no me quedo solo. Nuestro Señor te ha prometido acompañarte hasta el fin del mundo, y así también lo ha hecho conmigo. Hoy le doy gracias a Dios por esta tan loca aventura y tan grande regalo inmerecido: ser papá, e intentar de alguna forma ser como Él. Te amo. Dios te siga bendiciendo cada día de tu vida.
Y luego de orar, cantamos un último himno juntos.
Hoy te veo, viejo, en este también viejo sofá, y le doy gracias a Dios por tu vida, por tu esfuerzo y tu corrección. Sonríes en sueños. Y al verte tan canoso y tan contento, pienso en que también los padres son un regalo del Señor.
Me acerco a ti, te doy un beso en la frente, y te despiertas:
—¿Qué pasó, hijo? —me dices— ¿Qué hora es?
—Tarde, viejo —te digo—. Vamos, que ahora yo a tu cuarto te llevaré.

Foto de Tina Bo en Unsplash.


Flashback
Capítulo 5
Remember
Trece de febrero. Once y cuarenta y siete de la noche. Un joven de veintiséis años, sin polo y desparramado en su cama, miraba al techo con solo una pregunta en su cabeza:
—¿Por qué rayos hace tanto calooor?
Sí, era yo. Y mi ventilador, en lugar de refrescarme, parecía que mandaba todo el aire caliente hacia mí. Pero esta historia no es para quejarme del clima limeño. Esta historia es porque tengo algo que confesar.
Llevaba casi dos meses sin hablarle a Mariana. Y, honestamente, no me había ido mal: en ese lapso, había terminado a tiempo los reportes de la chamba, había salido a pasear con unos amigos, me fui de viaje por Año Nuevo… e incluso conseguí limpiar y ordenar por completo mi cuarto luego de semanas de haber estado abandonado porque estaba recontra ocupado. Bueno, casi por completo.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano para dejar mi flojera y mi cansancio, miré hacia el último lugar que me faltaba arreglar: mi librero. Creo que no había tocado esa vaina desde que egresé. No podía seguir procrastinando. Me levanté de mi cama, fui hacia el estante y comencé a sacar todos los libros de Contabilidad que ya no me servían. Hasta que me encontré con una cajita en medio de dos libros anillados de primer año. Me pareció tan extraña que volví a sentarme en mi cama a ver qué tenía. Adentro encontré un cordón de brigadier, un collar con un nombre de promo ridículo, una escarapela… y una hojita doblada.
Cogí el papel y vi lo que tenía.
MARIANA
¿Quieres ir a la promo conmigo?
***
Mariana era un año mayor que yo. Después del cole, Gabo y yo siempre nos íbamos a embarcarla a su paradero. Aunque al inicio Gabriel no quería, poco a poco se fue acostumbrando. Ella era tan rara como nosotros, así que en el camino nos matábamos de la risa hablando de un montón de cosas: desde videojuegos y Star Wars hasta la última película de High School Musical y Camp Rock.
Recuerdo cuando se acercaba su quino (un año antes que el de las demás) y le pregunté si ya tenía chambelán. Dentro de mí esperaba, claro, que me dijera a mí para serlo. Ella me respondió que le parecía una sonsera eso, y que no tendría. Aunque me chocó al inicio, todo cambió cuando ella misma se acercó a mi carpeta en el cole y me dejó la invitación. En la noche de la fiesta estuve casi todo el rato con ella, comiendo y bailando; nunca me había divertido tanto.
Otro día fuimos a ver la última de La momia y nos pasamos toda la película rajando de lo mala que era. De ahí nos dimos una vuelta por el Parque de la Reserva (hasta ahora me rehúso a llamarle «parque de las aguas») y no paramos hasta quedar empapados. Éramos inseparables.
Y es por eso que, incluso con roche y con miedo de que me choteara y perdiera su amistad, me animé a pedirle que fuera mi pareja de promo luego de que Gabo me dijera que lo haga un día. Recuerdo cuando, un minuto después de que llegara a su sitio, el papelito volvió a mí. Mis manos temblaban cuando lo abrí.
MARIANA
¿Quieres ir a la promo conmigo?
☒SÍ                    □NO
LUCHO
Y al final de todo, una nota escrita con lapicero morado:
Pensé que nunca lo preguntarías, monse.
Sonreí.
***
Habían pasado diez años y ya no veía la nota de la misma manera que cuando tenía dieciséis, pero recordar esos buenos tiempos con Mariana frente a ese papelito ahora ya viejo y medio amarillento me hizo sonreír un poquito. Y como si fuera una mala broma del destino, el reloj de mi cuarto sonó, indicando que ya eran las doce, y mi celular vibró. Cuando lo vi, había un mensaje:
Mariana: Heeeey Luis! feliz dia de la amistad!
Me quedé mirando la pantalla hasta que se volvió a apagar. Suspiré y tragué saliva. Por más que intentaba dejar mi celular, parecía como si estuviera pegado a mis manos. Pasaron no sé cuántos minutos hasta que finalmente lo puse sobre mi escritorio y me fui a la cocina, dejando atrás una pantalla encendida y un mensaje recién enviado:
Hola Mar! Feliz día

Y eso es lo que debo confesar. No he dejado de hablar con ella desde ese catorce de febrero.

Fuente: Unsplash
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ESCRITOR & ESTUDIANTE

Cristocéntrico, servicial, compositor, intento de actor, cantante y no sé bailar.

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